La barahúnda informativa es el ama de llaves de la actual existencia humana. Impone las puertas por donde asomarnos, al desliz de un compulsivo dedo que sube y baja vertiginoso en la pantalla del celular. Un alud sepulta entonces nuestros sentidos y nos impide asimilar del todo las imágenes y notas, ya no digamos reflexionar en torno a ellas. Apenas traspasamos una puerta o leemos por afuerita el mensaje de otra, cuando regresamos a la vorágine de ojear o de entreabrir las siguientes. Y lo peor de la susodicha ama es que su ábrete-sésamo nos induce a creer que somos nosotros, no ella, quienes ejercemos el derecho de picaporte.
Ni modo de cerrar los oídos por completo a tal griterío, so pena de caer en el pecado mortal de la desinformación o de sentirnos excluidos del rosario de chismes en el seno de la familia o en el trabajo. Satisface al instante la gula de sabernos al tanto de todo, incluidos los cuántos cientos o miles de me-gustas, emojis y comentarios burlones recibió la noticia, el video delator o el tuit justificativo. A tal grado llega su hechizo, que nos hace dejar el cómodo papel de meros consumidores de la difusión del suceso para adoptar el de críticos de su trama, con mayor razón si la gota de veneno que añadimos contribuyó al morbo de volverla trending topic. Un caprichito más a nuestro berrinchudo ego.
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Bueno sería que tal barullo de información contribuyera a racionalizar los métodos de pensamiento. Pero por lo común se trata de datos que nada más adicionamos a nuestro disco duro mental. Eso en el mejor de los casos, porque la mayoría son volátiles o efímeros. Hoy les damos click en nuestras neuronas cerebrales; al rato, mañana o pasado, los remitimos a la papelera de reciclaje, previo dedazo a la todopoderosa tecla de suprimir. Ni memoria parece quedar de ellos.
La “realidad” (¡a saber si de veras justifica tal nombre y no el de virtual señuelo!) fluye digitalizada en una herramienta que llevamos como guante cosido a la mano o, a lo mucho, en el bolso colgante del hombro o el bolsillo trasero del pantalón. El celular sirve ya de gafete, de credencial oficiosa avalada por la dictadura de los usos y costumbres. Sin él no estamos convidados a lo contemporáneo y corremos el riesgo de que la vida nos margine o expulse. Es el vehículo insustituible para ubicarnos en una zona de confort, desde la cual movemos al mundo… o nos dejamos manipular sin resistencia por él.
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Dentro de toda esta bulla, ¿dónde te escondes, silencio? ¿En qué rincón de mi ánimo están tus guaridas, que no logro descubrirlas? ¿Cómo puedo dialogar conmigo mismo si no me acompañas a contrarrestar la vocinglería informativa? Lástima: tendré que buscar una respuesta a estas interrogantes en las redes de tu mayor enemigo. Porque no estás para saberlo pero yo sí para confesarte que los tiempos y circunstancias me obligaron a volverme Homo celularicus.
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