Tomaba dos hojas de papel revolución, ese papel opaco, de color pardusco, mucho más barato que el albo y lustroso bond, que adquiría yo por paquete en las papelerías y al que me gustaba llamar papel galera. Entre la primera y la segunda hoja colocaba otra de papel carbón, no de color rojo o morado cuaresma —que también se usaban, pero imprimían horrible— sino negro como mi suerte. Luego, insertaba las tres hojas en los rodillos de mi benemérita Olimpia, las emparejaba de forma manual y bajaba la barrita metálica que las fijaba al carro. Y ahora sí, a aporrear el teclado se ha dicho.
(¿Aporrear?… Pues, aunque no lo crean, sí. Tecleaba en máquina de escribir —y sigo haciéndolo en la computadora— con excesiva enjundia. Aprendí desde niño, no a rozar sino a martillar cada tecla como si le clavara unas banderillas. O, mejor dicho: como si le metiera una garrocha punzadora o un estoque. Y aclaro esto de recurrir a una sola arma, no a dos, porque para mecanografiar empleo nada más el dedo índice derecho, nunca el izquierdo ni, mucho menos, algún otro dedo. Soy, literalmente, “tecleaporreador” de dedito).
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Huelga suponer el cúmulo de hojas que terminaban en mi cesto de basura después de cada intentona, para no decir aborto, de escribir cualquier texto, lo mismo un artículo de periódico que el capítulo de un libro. A veces, en lugar de extraer las hojas de la máquina y hacerlas cachitos, cedía al fastidio de poner un cartoncito entre ellas y el papel carbón, borrar con goma o tapar con corrector líquido el original y la copia, y esperar a que se secaran para enmendar la plana. O bien, más fácil y rápido, tachaba con varias equis la pifia, me subía uno o medio renglón del interlineado y encimaba a lo tachado la nueva redacción.
Esta obsesión correctiva me enseñó, más que a adoptar entonces una postura purista, a ser exigente con mis trabajos. Me obligué a depurar, a diversificar, a crear, a jugar con el lenguaje, a buscar la sonoridad de las palabras. Me enseñé a cuidar puntos y comas, a normar mayúsculas y minúsculas, a respetar sintaxis, a evitar anfibologías. También, claro, a buscar sinónimos o voces equiparables en los tumbaburros o, de preferencia, en mi masa cerebral, tarea que hoy ejerce en unos cuantos segundos la todopoderosa, pero también esclavizante computadora.
Hay días en que añoro el susomentado papel revolución. Si la morriña me acerca a extremos intolerantes, hurgo en mi archivero viejos escritos donde fue amo y señor táctil, olfativo, visual, de mis locuras literarias. Acaricio su textura. Aspiro su olorosa vejez. Agradezco su color a tierra, a tronco de árbol, a hoja seca en otoño. Como si navegara en una revolucionaria galera sobre los mares de mi existencia.
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