Reforma Electoral: el tiempo, la representación y la voluntad de un pueblo

  • Por: Dino Madrid

Los tiempos cambian, y con ellos, las reglas del juego político. No somos el México de 1970. Aquel país de un solo partido hegemónico, con un Congreso que era mero eco del Ejecutivo, quedó atrás. El pluralismo que hoy conocemos no nació de la nada: se construyó sobre décadas de lucha por libertades políticas, por el derecho a disentir y por una representación más amplia. Sin embargo, no basta con haber conquistado derechos; hay que revisarlos, repensarlos y actualizarlos para que respondan a las realidades de hoy.

La Dra. Claudia Sheinbaum Pardo impulsa una reforma electoral que no parte de nostalgias ni de viejos cálculos, sino de una constatación: nunca habíamos tenido en la historia reciente una fuerza política tan dominante como la que llegó en 2018. Un movimiento con mayoría amplia y un respaldo popular que obliga a replantear cómo se traduce esa voluntad en el diseño de nuestras instituciones. No se trata de arrasar, sino de armonizar la democracia con las mayorías, sin negar la existencia —ni el derecho— de las minorías.

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Nuestro sistema electoral es un híbrido, inspirado parcialmente en el modelo alemán, hoy en profunda crisis por su incapacidad para generar consensos y su tendencia a la fragmentación extrema. En México, este modelo mixto —mitad representación proporcional, mitad mayoría relativa— fue pensado para evitar la “aplanadora” y garantizar la pluralidad. Pero, con el paso del tiempo, los órganos electorales y sus reglas se han vuelto terreno de cuotas partidistas, donde la representación ciudadana queda muchas veces subordinada a la aritmética de los acuerdos cupulares.

Es momento de romper el mito de los “consensos”, esos que durante décadas se nos vendieron como el pináculo de la política democrática, pero que en realidad no eran más que reparticiones de intereses a valores entendidos entre élites partidistas. El acuerdo real no es el que se cocina en lo oscurito entre dirigentes, sino el que se construye de cara al pueblo, con transparencia y responsabilidad.

La pregunta de fondo no es quién gana con la reforma, sino quién gana con el sistema electoral que tengamos dentro de 10, 20 o 30 años. Un país que ha conquistado libertades políticas no puede permitirse que esas libertades sean rehenes de la parálisis institucional o de la captura de los órganos autónomos por intereses de facción. Tampoco puede seguir normalizando que las reglas se acomoden al tamaño de la conveniencia de cada partido en turno.

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La propuesta de Sheinbaum abre la puerta a un diálogo nacional que no debería ser un duelo de trincheras, sino un ejercicio de inteligencia colectiva. Reformar el sistema electoral no es borrar a las minorías, sino garantizar que su voz exista y sea escuchada, sin que esto signifique frenar la capacidad de decisión de las mayorías. Porque al final, la democracia no es sólo la aritmética de los votos: es la voluntad viva de un pueblo que quiere verse reflejado en sus instituciones, sin distorsiones ni intermediarios que lo confundan con cuotas, pactos o simulaciones.

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