El 25 de noviembre se conmemora el Día Internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer.
Hoy todas las instituciones gubernamental piden a las y los servidores públicos que usen una prenda naranja. Los más conservadores se pondrán un pin o un lazo apenas imperceptible.
Cada 25 es la misma faramalla. Discursos públicos de en lugares o monumentos que recuerdan a las mujeres hegemónicas, reproductivas, madres. Algún encendido de luces naranjas y condenas por todos los tipos de violencias que las mujeres cis recibimos en el día a día. Promesas de una paridad de dientes para fuera, de mejor trato a mujeres indígenas, igualdad de salario, inclusión laboral y más políticas públicas que juran tener cambios inmediatos.
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Silencio para las lesbianas, las bisexuales, las trans, las racializadas, las putas, las que viven en situación de calle, las que trabajan informalmente, las que viven con una discapacidad, síndrome o enfermedad, en situación de reclusión, con necesidad de atención de salud mental.
Condenar la violencia pero al mismo tiempo hacernos responsables. “Ellas defienden a su agresor, no continúan con las investigaciones.* Cero resonancia, ningún tipo de empatía para saber que está sucediendo. Ninguna escucha a lo nuestras demandas.
Ahí está un Centro de Justicia para las Mujeres sobre pasado, un Instituto de las Mujeres del que poco sabemos y una Secretaria de la Mujer en Pachuca que no hace más que dar entrevistas y una que otra obra de teatro que a saber cuál es su pretensión. Ni hablar de que los cursos y talleres de inclusión laboral se enfoquen en tareas estereotípicas hacia nosotras.
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¿Qué fue del famoso metoo prometido en campaña por Sergio Baños? Porque las notas sobre violencia y desaparición continúan día a día.
Estoy harta del 25N. Estoy harta de que la respuesta del estado sean edificios, corbatas y chalecos narajas.
Tienen una deuda histórica con todas nosotras de exigir cambios reales.
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