Otra vuelta de almanaque

San lunes del año. Así he definido siempre al primer mes: como el equivalente de una pesada cruda. Treinta y un friolentos días de resaca mareadora que el cuerpo y el estado de ánimo padecen. La terrible, la fatal cuesta de enero, para medio restablecerse del gasto decembrino, para medio empezar de nuevo a poner a carburar la mente. También, de paso, para comprobar que los utópicos propósitos de cada fin de año se nos diluyen, a las primeras de cambio, como agua entre los dedos.

Febrero loco, reza el axioma. A la veleidad climática del más tacaño de los meses, conviene añadir nuestro subibaja anímico. Y de remate: marzo otro poco. Mesecillo aligerado apenas por la llegada de la primavera, más el tumultuario y playero asueto que supone la santa semanita. Comienzan los calorones, los sofocantes baños sauna bajo la sábana nocturna, los tufillos sudorosos en el trasporte público. Hacen su aparición las tétricas sequías de abril. Y en mayo, al parejo de ríos y lagos secos por el estiaje, declamamos versitos bobos a las madrecitas y choreamos discursos ripiosos a los profes en sus respectivos puentes.

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Por fin junio, quizá julio. ¡Aaah!, las benditas lluvias. ¡Aaah!, el fin de clases con su cauda de ceremonias, bailables regionales y lagrimones de despedida. ¡Aaah!, el distractor cursito dizque artístico o deportivo de verano, la anhelada hueva de la temporada vacacional. Nueva perspectiva de la cotidianidad. Tiempo reciclado, por lo común evasivo. Lo mismo, pues, pero con diferentes multitudes.

“Goza de tu abril y mayo, que tu agosto llegará”. Este viejo proverbio lo sermonean los del club de la tercera edad. Pero la chaviza ni caso les hace porque se anticipa al mes patrio, cuando le brota un ¡Viva México! que el resto de los meses ni se acuerda de él. ¿Y qué otra cosa son septiembre y octubre sino un constante Jesús en la boca por aquello de los vientos huracanados, los encharcamientos, las inundaciones?

Preparamos la voluntad entonces para celebrar el arribo de los fieles difuntos (eso en el mejor de los casos; en el peor, del ridículo jalogüín). Porque noviembre, menos mal, nos regala su lánguida luz de otoño, su aroma a cempasúchil, sus cielos otra vez descampados, para poner algo de paz interior antes del vertiginoso corredor Lupe Reyes.

Doce meses, doce. Las calendas del almanaque. Que cada quien haga de su calendario un papalote y lo eche a volar. Así lo hice hoy con el mío. Con decirles que hasta pedí a los Reyes Magos en mi cartita que lo elevaran al quinto cielo: el de los ingenuos como yo.


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