ENRIQUE RIVAS

Lo que diga mi dedito

Hasta hace pocos años, los pulgares eran los dedos más flojos al momento de teclear en máquina de escribir o computadora. Solíamos usarlos para espaciar una palabra de otra o como mecanismo para poner una mayúscula, no para pulsar alguna letra, número o signo. 

Pero esa comodina función de apoyo esporádico que cumplían vino a trastornarla el celular. Hoy, en nuestro cotidiano hechizo ante el whatsapp, empleamos nada más los dos pulgares.

Así, los ocho dedos restantes dejaron de ser nuestros escritores y los volvimos un simple atril para sostener el mentado aparatito. Eso nos permite ametrallar más mensajes, a mayor velocidad y en cualquier circunstancia, incluso mientras caminamos a mitad de la calle, nos arrempujamos en el Metro o (¡gulp!) conducimos un automóvil. 

Dudo que este hábito ahora inicial sea algo intrascendente o inocuo. No me extrañaría que al menos obligue a rediseñar los futuros celulares que se fabriquen para adaptarlos a un movimiento tan febril de los dedos. Incluso, tal vez suponga una trasformación anatómica en las manos de las próximas generaciones, cuyos pulgares estarían más largos, rechonchos o, de perdida, chatos, iguales a las tijeras de punta roma que piden en preprimaria. 

Mientras tanto, resalto un efecto deplorable: lo paupérrimo, zafio y trivial del nuevo lenguaje, resultado no sólo del valemadrismo y la incultura, sino de la inmediatez y, en consecuencia, de la prisa con que se escribe. (¿De veras “se escribe” en los celulares?

En la más corriente acepción del verbo escribir, sí. Hay letras, aunque algunas se utilicen para apantallar, como wey en lugar de güey. Hay palabras, aunque su ortografía sea pésima o se recurra a formas compactadas, como xq o msj. Hay puntuación, aunque poca y casi siempre mal puesta. Hay signos de interrogación y de admiración, aunque en exceso; y para colmo, imitamos del inglés la costumbrita de no incluirlos también al principio de la frase.) 

En whatsapp y similares servicios de mensajería, sin embargo, no siempre se escribe. Para eso están los emojis y los stickers: para expresar de forma gráfica lo que —a veces por simbolismo, a veces por fantochería, a veces por mera hueva— no queremos o no sabemos trasmitir con palabras. Existen cientos de unos y de otros y la cifra aumenta cada día, tanto los colectivos o accesibles a cualquier usuario, como los personales que cada quien diseña a partir de imágenes propias o ajenas.

El problema es cómo traducirlos correctamente, porque sus códigos de interpretación producen, en muchos casos, equívocos o malos entendidos. No han sido una ni dos las ocasiones en que mejor opté por buscar en internet una tabla de equivalentes para asegurarme si la imagen que alguien me envió de cierta carita, según yo inexpresiva, representaba alegría, admiración o apapacho, y no odio, condena o bofetada. 

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El vértigo se ha hecho dueño de la comunicación humana. Y no a todos nos es dable acomodarnos con facilidad a semejante bombardeo. Menos a este loco columnista que aún escribe en los teclados de su compu y su celular como aprendió a hacerlo desde escuincle: empleando sólo el dedo índice de la mano derecha.

El pulgar es para él un vago recuerdo de sus lejanas juventudes excursionistas, cuando ocasionalmente le daba por pedir aventón en ciertas carreteras. 


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