A las y los juzgadores mexicanos
en el día que se reconoce la
trascendencia de su responsabilidad.
El verano pasado apareció abecedario democrático (Turner, Madrid 2021). Manuel Arias Maldonado, politólogo español, publicó en ese libro 27 ensayos, cada uno identificado con una letra del alfabeto, modesta contribución, dice el autor, a la defensa –o fortalecimiento- de la democracia liberal. Ciudadanía, democracia, feminismo, libertad, medio ambiente, oposición, populismo, rebeldía, soberanía, tolerancia, xenofobia, yihad, son para mi gusto las que mejor identifican el propósito del conjunto. El caso es que no aparece la palabra guerra, el lugar de la letra g está dedicado a globalización.
Para mi generación el encuentro con la guerra fue en los libros, la televisión, a través de la serie norteamericana Combate, o la película ¿Arde París?) con Jean Paul Belmondo. Los tres tomazos de la Historia de la Segunda Guerra Mundial, de Selecciones, permitían con mapas y fotografías, la comprensión de lo que fue aquel conflicto que produjo millones de muertes, incluidos el Holocausto y el bombardeo atómico sobre Hiroshima, y dejó una Europa dividida por la llamada Cortina de Hierro y zonas de influencia soviética en otros puntos del planeta. Fue paradójico el resultado de esa conflagración: la devastadora derrota fue para quien inició la agresión.
Crecimos con noticias de las guerras de Vietnam, luego la del Yom Kipur en el Medio Oriente, mi profesor de filosofía en la preparatoria nos hizo dar seguimiento periodístico a la de los khmer rouge en Camboya. Recuerdo, luego, la guerra de los Balcanes que disolvió Yugoslavia y los intermitentes episodios de la que los países árabes sostenían en territorio de Líbano. En Buenos Aires me enteré por la televisión de la guerra de las Malvinas y, muchos años después, en Londres, sentí temor al estar con mi familia en uno de los países intervencionistas en Afganistán.
Por eso en mi cosmovisión ya no está la guerra, supongo que igual sucede con generaciones posteriores. De ahí que no me llame la atención la ausencia del término en un libro como el abecedario democrático. Fui de quienes ingenuamente, tengo que admitirlo, aseguramos que en el siglo XXI no veríamos un conflicto armado, e iniciada la invasión a Ucrania no imaginábamos que la historia se repetiría en este 2022.
La fotografía en la primera plana de The Guardian del pasado martes, me ubicó en la realidad del drama actual: es la de un padre llorando sobre el rostro del cadáver de su hija adolescente que sostiene entre las manos, en el rincón de un necrocomio. Las crónicas de Pascal Beltrán del Río en Excélsior, la del éxodo particularmente, me confirmó el tamaño de mi miopía.
Las consecuencias no tienen límite, van de la prueba a la efectividad de los organismos internacionales a la discriminación de la que son víctimas artistas, deportistas e intelectuales rusos. Pasan por la viabilidad de las normas vigentes del derecho internacional y los pactos multinacionales, a la destrucción del patrimonio cultural. De las sanciones extranjeras al gobierno ruso, y su impacto en las personas, al surgimiento de un inesperado liderazgo en la resistencia. De los intereses económicos privilegiados, a la solidaridad escamoteada.
Pero lo más aberrante es la flagrante, violenta y continuada violación a los derechos humanos que la diplomacia no pudo evitar ni las advertencias han detenido. Está ahí, a la vista de quien quiera verla, tiene espacios y rostros, de víctimas y violadores.
Por cierto la palabra paz tampoco aparece en el abecedario democrático. La correspondiente a la letra p es populismo.
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