Ignoro si soy el único investigador que recurrí a los directorios telefónicos como fuente de consulta. Y no consulté uno, ni de modo ocasional, ni con titubeos, sino muchos directorios, durante varios años continuos, de forma deliberada y persuadido de su validez. Sin ellos, sin leerlos de principio a fin y literalmente con lupa (¡ay, su puntaje liliputiense!), habría carecido yo de respaldo documental para sustentar mis escritos dentro de una disciplina que tanto me gusta, la Onomástica, en especial lo relativo a la vigencia de numerosos apellidos indígenas en México, mismos que de otra forma sólo podría haber recopilado tras un largo y disperso trabajo de campo o en archivos civiles y parroquiales.
Esto fue hace apenas dos décadas, tiempo en que los suscriptores de líneas telefónicas aún recibíamos en casa nuevas y cada vez más pesadas ediciones anuales de aquellos tabiques saturados de nombres, domicilios y números. ¿Cuándo iba uno a imaginar que muy pronto dejarían de servir, que sus consumidores ocasionales terminarían por jubilarlos o arrojarlos al basurero? Ni siquiera la remota posibilidad de darles cristiana sepultura en algún archivo institucional o una biblioteca pública. ¿A qué orate del mañana le interesaría posar sus ojos en semejantes monsergas, para no decir piezas de museo (ojalá lo fueran)?
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Con el directorio telefónico me pasaba lo mismo que con ciertas revistas, sobre todo mis favoritas, las de viajes (¡salve, National Geographic!): hasta los anuncios me interesaban. El análisis que hacía yo del manejo no sólo lingüístico sino gráfico de la publicidad, influido por mis lecturas de Vance Packard, Herbert Marcuse y Armand Mattelart, me dio armas como el sociólogo que ingenuamente aspiraba a ser. Y no fueron una ni dos las veces en que mis colegas puristas me quemaron en leña verde por echar mano de tales fuentes, como si violara las sacrosantas normas metodológicas de la Historia y las Ciencias Sociales. Habrá sido el sereno, pero así aprendí a cuestionar las trampas de la mercadotecnia capitalista.
No tiene ni diez años que publiqué en mi libro ReVeces (Pachuca, edición del autor, 2014), el siguiente cuentecillo o microrrelato que entonces tenía sentido y ahora suena obsoleto, acaso incomprensible, al que titulé “Fahrenheit 451 bis”:
«¿Libros escondidos en el cerebro? ¿Libros memorizados para que los tragahúmos no los descubran y los quemen? ¡Wow! ¡Qué bradburiana idea la tuya, Ray! Además, ¡qué realista te viste! Porque has de saber que después de publicar tu novela, efectivamente comenzó la gran guerra del soplete contra la bibliofilia, Y aún no termina. Y cada día pululan más bomberos quemalibros en este piromaniaco planeta. Lo bueno es que, como bien profetizaste, muchos de nosotros nos convertimos en libros encerebrados que en el futuro renacerán al llevarlos otra vez a la imprenta. ¡Ah, cómo gozarán esas generaciones, cuánta filosofía tendrán por fin a su alcance, qué ciencia les habré preservado cuando escriba de nuevo el único libro que memoricé de cabo a rabo antes de verlo consumido por las llamas: el directorio telefónico!».
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