Si algún criterio me influye en la buena, mala o regular calificación que otorgo a los filmes total o parcialmente realizados en exteriores, es aquel de las locaciones donde se rodaron. El acierto o el desacierto al haberlas elegido durante el scouting, los ángulos novedosos o los convencionales con que las enfocó la cámara, la distribución inteligente o la caótica con que aparecen para apoyar la trama. Ni qué decir cuando dejan de ser meras escenografías y toman un rol protagónico, tanto que, de haber sido yo el cineasta, las habría puesto en los créditos al mismo nivel que el elenco actoral. Vaya, reconocería a las locaciones como actrices. Y no secundarias, no de reparto, sino como actrices estelares.
¿Me abuchearía el público o la crítica periodística porque acreditase yo a las grutas de Cacahuamilpa en seguida de haber citado a Ignacio López Tarso y Enrique Lucero en los títulos de Macario (Roberto Gavaldón, 1959)? ¿O a las tolvaneras del exlago de Texcoco —ahí se filmó, no en el desierto de Altar— inmediatamente después de que consignase como actores a David Reynoso y José Elías Moreno en Viento negro (Servando González, 1964)? ¿O a los médanos de Viesca, el puente colgante de Ojuela y las grutas de García, junto al nombre del protagonista-director de El topo (Alejandro Jodorowski, 1969)?
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Hidalgo también alza la mano en locaciones ya aprovechadas, y más de una cumplió a satisfacción su papel de prima dona. Van seis ejemplos, con sus lugares precisos: Que viva México, en la hacienda Tetlapáyac (Sergéi Eisenstein, 1931); Simón del desierto, en Taxadhó (Luis Buñuel, 1964); De todos modos Juan te llamas, en Tulancingo (Marcela Fernández Violante, 1974); Ora sí tenemos que ganar, en la Comarca Minera (Raúl Kamffer, 1978); Retorno a Aztlán, en un paraje semidesértico del Mezquital (Juan Mora Catlett, 1989); y Atlético San Pancho, en Real del Monte (Gustavo Loza, 2001).
Alguien debería avocarse a reunir y publicar una nómina de películas grabadas en territorio hidalguense, incluyendo, por supuesto, cortometrajes y documentales (verbigracia: Etnocidio, de Paul Leduc, 1976). Quizá tal trabajo arroje como conclusión un catálogo pobre en número de filmes, contrastándolo con los de otras entidades con vocación cinematográfica que también elaborasen los suyos (ninguna, hasta donde sé, ha mostrado interés en preparar algo así); pero aunque exiguo, serviría para cubrir la imperiosa misión de conocer mejor nuestro patrimonio y otorgar al séptimo arte un sitio digno en la historia cultural del terruño.
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Las locaciones con potencial fílmico en Hidalgo son cuantiosas. Lástima que a nadie parece haberle pasado por la cabeza inventariarlas y, menos aún, promover sus virtudes entre la gente dedicada al cine. Crucemos changuitos, sin embargo, para que quienes hoy o mañana pongan sus ojos en ellas —hablo más que nada de realizadores y camarógrafos— las lleven con arte y creatividad a la pantalla. De lo contrario, preferible que sigan inéditas.
Por eso, aunque la dirección, la actuación, la ambientación de época y la música me hayan convencido, le pongo tache a toda la película cuando siento que la fotografía de las locaciones degeneró en clichés pintoresquistas, estilo revistucha de modas o folletín turístico. Para que quede claro: en el más cursi, facilón y estereotipado tarjetismo postal.
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