A mi hija Dení, vocada para la fotografía.
Dos individuos lograban ser los primeros en trepar al Everest, la máxima cumbre de nuestro planeta. El suceso, pues, demandaba una foto para inmortalizarlo. Pero lo irónico fue que en dicha imagen aparecería sólo uno de ellos, el nepalí Tenzing Norgay. El otro himalayista, el neozelandés Edmund Hillary, descubriría demasiado tarde que su compañero no tenía noción de cómo manejar una cámara, y aquel momento irrepetible no era el idóneo para empezar a enseñarle. El fotógrafo siempre lamentaría después la carencia de un retrato suyo —tomado, claro, por el sherpa— como recuerdo de su mutua proeza.
Otro gallo le habría cantado a Sir Edmund si ese 29 de mayo de 1953 ya se hubiera inventado el mecanismo cronométrico que permite disparar el obturador de la cámara y, con toda calma, dirigirse a un sitio previsto de antemano para esperar el click definitivo. O mejor, si practicarse una selfi fuese, como ahora, algo tan común y sencillo, exento ya de la farragosa ciencia de equilibrar la velocidad con la abertura precisa de la lente que imponían las Cannon u otras réflex de mis tiempos. Y encima, la virtud de su enfoque único, establecido de fábrica en cada celular, que evita que la gente fotografiada salga borrosa (aunque esto, para quienes antaño buscábamos enfoques selectivos y planos diferenciados, hoy signifique una limitante).
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A propósito de selfis, cuando medito sobre su iconografía llego al convencimiento de que, por definición, no es capaz de reflejar sino estereotipos o cartabones. Siempre, la pose en la persona autorretratista. Siempre, su ángulo complaciente o dizque más favorecedor. Siempre, su brazo estirado, explícito o implícito. Siempre, el close-up, acaso el medium-shot, nunca su cuerpo entero. Siempre, en suma, el mismo encuadre acartonado, rígido, asfixiante, donde las prisas rara vez permiten ejercitar el noble arte de la composición gráfica. Una masa, para no decir un mazacote.
Lejos está la selfi de ser un simple juguetito, aunque así parezca. Atrás de ella suele correr lo más sano e insano de nuestro ego. Nos definimos a través de ella, para bien o para mal. Desnuda filias o fobias que en otras circunstancias ocultaríamos. Se parece a un diario íntimo donde, en vez de escribir, ilustramos epístolas fugaces, casi siempre vanas o ripiosas, las cuales compartimos bajo el oscuro deseo de envanecernos con los cientos de likes que nos llegarán de amistades y parientes. Equivale a un tuit sin palabras o a un emoji romántico y pintoresquista, aunque en el fondo termine por banalizarse igual que un meme. La selfi como desdoblamiento (in)cómodo de la identidad.
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Muchas lecturas interpretativas ofrecen las selfis, con mayor razón cuando las usamos dentro de un óvalo para retratarnos —y por tanto, describirnos— en el esclavizante buzón en que hemos convertido el whats-app de nuestros celulares. ¡Cómo deseo entonces de mis seres queridos ver sus rostros sin cubrebocas y con la frente alzada! De esta manera, al menos siento que juntos seguiríamos de tercos en la utópica manía de encaramarnos al Everest que cada quien se ha fijado, con o sin selfi que nos tomemos allá arriba.
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