Desde luego, vocación. Parece perogrullada, pero es lo menos que puede esperarse de quien se le llena la boca y alza la nariz cuando se presenta con el cargo de cronista de un barrio, pueblo, municipio o estado. Ni modo que no tenga vocación por el ombligo del mundo donde reside (si es que de veras vive ahí, pues conozco más de un caso cuyo domicilio habitual está en otro poblado). Vocación por la geografía, por la historia, por la cultura. Vocación por la gente de a pie. Vocación por atestiguar y tomar nota de todo cuanto ocurre. Vocación por investigar y difundir la querencia dentro y fuera de lo lugareño.
La vocación, sin embargo, como el movimiento, se demuestra andando. Andando en el día a día: en la calle, el parque, la plaza, el mercado, la vivienda, el camión de pasajeros, la fonda, el puesto ambulante. Andando en lo ocasional: en la fiesta religiosa, el acto cívico, la visita de celebridades, el aniversario conmemorativo, la marcha de protesta, el mitin, la huelga, el incidente anómalo. Andando en cada recinto: la casa de cultura, el auditorio, la sala de conferencias, el museo, la galería artística, el quiosco donde se lleva a cabo la retreta. Andando, andando siempre, lo mismo en las vías de lo cotidiano que en las de lo esporádico. Sin tal requisito, la crónica suele convertirse en letra muerta.
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Cronistas hay que jamás veo en cualquiera de esos espacios durante mis constantes viajes por la república (no se diga por el territorio hidalguense). Brillan por su ausencia en festivales de música regional, en conciertos, en presentaciones de libros o discos, en charlas y mesas redondas, en ciclos de cine o teatro, en exposiciones temporales, incluso en librerías. No son clientes asiduos de equis o zeta cafetería donde se sienten a leer o escribir. Y sobran quienes ni siquiera ponen un pie en el tianguis semanal de su terruño, so pretexto de que eso no viene en el catálogo de funciones del elitista club de Clío.
Son cronistas no transeúntes. Pedestres, no en el significado original de este concepto (lo caminante), sino en su acepción más común (lo ramplón). Practicantes del sedentarismo, la burbuja, el pedestal, la separación, el confort, la encerrona. Lejos del rol que debe cumplir toda historia pueblerina: la de ser fedataria también de lo vivencial (vaya: el gremio cronista como notario de la experiencia diaria, personal y colectiva).
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Vocación andante, desde luego, al parejo de una vocación divulgadora de lo andado, siempre y cuando las guíe otra vocación inherente a ellas: la humildad. Rehuir la vanagloria. Dejar de ver por encima del hombro al álter ego. Rasar a la misma altura la valía y sapiencia ajenas con las propias. Y llegado el caso, admitir sin excusas que un dato estuvo equivocado y corregirlo públicamente a la brevedad posible.
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VOZQUEPIFIA. En la columna pasada dije que el cura Hidalgo escribió en la pared de su celda un par de “sonetos”. Al releer mi artículo, ya publicado, me picó el ojo el errorzote que cometí: lo correcto debió ser dos “décimas” … Ni hablar, como todo cronista, tuve mis cinco minutos diarios de lapsus pendejus.