Ayer y hoy de las corcholatas

Todavía hasta la vigésima primera edición del Diccionario de la lengua española (1992) la palabra brillaba por su ausencia en el tumbaburros. La siguiente edición (2001) ya le dio cabida, pero con dos salvedades: la primera, que limita su uso a El Salvador, Honduras y México; la segunda, que en vez de definirla la remite a otra palabra, bajo la premisa de que ésta sería la principal y por tanto la preferible: «chapa». Y en «chapa», por fin, como segunda acepción, se lee: “Tapón metálico que cierra herméticamente las botellas.”

«Corcholata» la nombrábamos en mis remotos tiempos infantiles, porque un delgado trozo de corcho pegado a la pieza, aparte de sellarla, impedía que el líquido de la botella tuviera contacto con el metal y se contaminara. Después, cuando a las compañías refresqueras se les ocurrió sustituir aquella laminilla y su corcho por materiales plásticos, pasó a llamarse «tapa» o, más fufuy, «taparrosca». Y así la conocemos hasta la fecha, al menos en México, no con la académica nomenclatura de «chapa».

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Con los años, el objeto mismo y su denominación de origen pasaron virtualmente al desván de los trebejos, ignorados por las generaciones actuales. De lo que se pierden, digo yo. Ah, porque cómo nos fascinaba a los escuincles de antaño despegarle el corcho a la lata para descubrir si en ésta venía escrita una promoción que nos recompensaba con un refresco extra u otra chuchería de regalo, sin olvidar los álbumes o cajas cuyas celdillas llenábamos con las corcholatas que traían impresas las siluetas de ciertos personajes de caricaturas o los rostros de los futbolistas de moda. Bueno, ya de perdida nos servían como fichas cuando jugábamos a la lotería de cartones o a las damas.

Ahora, aquel fósil lingüístico ha sido desenterrado y puesto a andar desde el podio de la agenda mañanera. Es una metáfora de carácter festivo, resemantizada, en este caso para referirse a quien podría asumir la candidatura a la presidencia de la república, pese a que el supremo elector haya advertido que no está en sus funciones destapar la botella que guarda al genio. En suma: si antes la grilla giraba en torno a un «tapado» (nunca, durante la vieja etapa priista, hubo «tapada»), al que se le aplicaba la fórmula dedazo-destape-cargada, hoy se centra en dos o tres «corcholatas», de las cuales, mediante encuesta popular, cuando no por simple mano alzada, se seleccionará una para, digámoslo así, «descorcholatarla».

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¡Ay, la jerigonza oficialoide! Impactante, efectista, seductora. Envuelve a la vox pópuli. Agita los ánimos. Invita a la impulsividad. Se arroga libertades interpretativas para ajustarse a las circunstancias. Se introyecta en la conducta sin hacer escala en el cerebro. Se llena la boca de autoelogios mientras descalifica el menor atisbo de crítica.

De niño mi mayor diversión era, con las corcholatas que me regalaban en la tienda de la esquina, construir carreteritas en el piso para deslizar sobre ellas uno de mis camioncitos o carritos de juguete, como si viajara yo en su interior. Cuándo iba a imaginar entonces que la política habría de convertir aquellas tapas metálicas y encorchadas —tan cómplices de mis fantasías excursionistas— en otro juego, pero éste con premio mayor. Un juego muy parecido al del monopolio, en lo acaparador, y al de la lotería, en lo cantado.