Buscarme era desde la adolescencia mi verbo favorito. Lo conjugaba como doctrina, como sacerdocio para oficiar con la mochila a la espalda las andanzas que hacía por el país. Eran casi siempre viajes en soledad, rara vez con uno o dos cómplices igual de lobos esteparios y lunáticos que yo. Hice cientos de excursiones a pata libre, por brechas, senderos o a campo raso, todas bajo una obsesión interna: buscarme, buscarme, buscarme. Y a fin de cuentas sí me hallaba, pero —¡ah, irónico hallazgo!— nada más como eterno buscador de mí mismo.
Las salidas servían para templarme. Significaban el placer de renunciar por unas horas o jornadas a la poltrona vida citadina, al ruido, a la neurosis. Las caminatas extensas pasaban a ser pretextos reflexivos, introspecciones. Además del cuerpo, oxigenaba el alma. Más allá de una simple evasión o escapismo, cada nueva experiencia significaba un renacer, un porqué y paraqué existir. Volvía a casa con el espíritu vitaminado y una grata sensación de humildad ante la naturaleza.
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De este modo conocí en carne propia el México oculto, el auténtico, el trascendente. El “México tras lomita”, como lo llamó William Spratling. El México que le dirigía la más burlona trompetilla, le sacaba la lengua y le mentaba la madre al turismo banal, al pedante, al quisquilloso y, por tanto, al reacio a desprenderse de sus esquemas acartonados. Un México sincero que me recibía de tú a tú, en el que anduve del brazo y por la calle, con el que intimé, del que me volví su biógrafo en artículos periodísticos y libros.
Mi compadre México… Guardo como oro en polvo el privilegio que me concedió de haber apadrinado con mis escritos a varios pueblos mexicanos que hasta entonces nadie visitaba. Y le agradezco que haya tomado a bien que no sólo dediqué páginas a la historia, monumentos, costumbres y caracteres de mis “ahijados”, sino que externé mi opinión acerca de ellos, mis sentires, mis inconformidades, cuando no mis decepciones; en suma: mi verdad. Bueno, al menos no recuerdo haberle escuchado alguna vez revirarme el clásico dicho “¡No me defiendas, compadre!”.
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Sigo buscándome en los viajes. La búsqueda del quién-soy persiste cuando incursiono hoy día por los caminos nacionales, así sean aquellos tramos que he recorrido centenares de veces antes. No deja de ser la misma vieja inquietud por conocerme a través del paisaje y la convivencia con mis paisanos, ni idéntico sueño por alcanzar con la imaginación esas lejanías a las que ahora ya no estoy en posibilidades físicas y temporales de poner un pie en ellas. Horizontes de allá, de muy allá, en donde tejí mi añosa utopía de hallarme como ser humano. Lecciones de vida que sigo repasando en mi calidad de alumno-viajero, para cuando llegue la ya cercana fecha del examen final (y ojalá éste sea ordinario, no —¡gulp!— a título de suficiencia).
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