Recién pasó el llamado día de muertos, espacio socio-cultural donde los mexicanos, envueltos en cientos de tradiciones, celebramos la muerte y la vida intuyendo que son la misma cosa; nuestra mente se llena de recuerdos y cada quien a su manera navega en su mar de ausentes sintiéndolos más presentes que nunca. Siento que la muerte de los que amamos es un acontecimiento íntimo, aunque lo transitemos con la familia y la comunidad. En lo personal, de todos aquellos seres amados que han muerto, hay tres que en mi día a día siguen emergiendo no solo en forma de recuerdo sino como presencia constante: mi padre, mi madre y mi hermano Felipe.
A finales de la primera década de este siglo XXI, con brusquedad, la muerte tocó la puerta de mi familia: en el 2008 murió mi padre, en el 2009 mi hermano mayor y en el 2010 mi madre. Acepté con relativa resignación la muerte de mis padres; tuvieron una vida dura y difícil, pero también disfrutaron algunos frutos de los árboles que plantaron. La enfermedad y la muerte de mi hermano me desequilibraron por completo. El maldito cáncer, asintomático y silencioso se desarrolló en su organismo y en unos cuantos meses terminó con su vida. Meses de angustia para él y los suyos. Ante las limitadas opciones eligió luchar por su vida e inició una batalla que parecía perdida de antemano. Tocamos puertas, consultamos especialistas, se sometió a tratamientos y cirugías que brindaban una lejana posibilidad. Pude acompañarlo en muchos momentos, oler su miedo, sentir su incertidumbre, observar sus silencios, ver su mirada perdida…qué terrible debe ser tener plena conciencia de que se te está terminando la vida y tener que seguir con ella. Un día me dijo: “sé que ya me voy a morir, ojalá que con lo que me están haciendo pueda vivir un poco más, no pido mucho tiempo, solo quiero ver crecer a mi hijo un poco más y que mi hija termine su carrera, ya le falta poco”.
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Recuerdo el último viaje que emprendimos a la ciudad de México, 12 horas de viaje en un silencio incómodo. En mi cabeza retumbaban las palabras de Nietzsche: “la esperanza es el peor de los males porque prolonga el tormento”.
Un domingo de mayo llegué junto con mi esposa a casa, luego de clausurar el segundo congreso organizado por nuestra universidad. Veníamos entre felices y agotados. Entró una llamada a mi celular, era mi cuñada, su esposa, la que vivió junto a él todo el proceso y lo hizo con una enorme valentía y dignidad: “tu hermano quiere hablar contigo”. Me salí al pequeño jardín y escuché su voz apagada:
– Solo te hablo para despedirme, ya me voy.
- No hermano, espera, tal vez aún se pueda hacer algo, es otra crisis, ahorita salgo para allá.
- No, ya no vengas, ya no quiero visitas. Adiós.
Colgó el teléfono y yo me dejé caer en el pasto, lloré, grité, maldije, volví el estómago. Con mi familia iniciamos el viaje rumbo al pueblo, ya no lo encontramos consciente y a los tres días murió.
“Morir es despiadado, siempre he pensado que la recompensa final de los muertos es no tener que volver a morir” Yalom citando a Nietzsche.
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Con su muerte experimenté la rabia, la impotencia, la frustración, el absurdo de la existencia. Su partida me dejó tocado, desde ese día terminaron mis certezas y el sentimiento de vulnerabilidad se convirtió en mi segunda piel.
Estos días, los he tenido presentes junto a mis abuelos, tíos, primos y amigos que han dejado de existir. Ahora no pusimos ofrenda ni sacamos sus fotografías, vamos, ni siquiera tocamos el tema de los muertos de la familia, no creo que haya sido olvido ni descuido, presiento que en casa nadie quiso tocar el tema de la muerte, sobre todo después de mi contagio de COVID y mis 26 días intubado; sobreviví y mi gratitud a quienes lo hicieron posible es enorme, imagino la angustia que vivieron los que me aman, así que sin planearlo, los días previos nos fuimos a la boda de una hermosa sobrina, paseamos por un pueblo mágico, cenamos y luego cantamos con un mariachi que en la plaza tocaba para un grupo que andaba festejando, ellos pedían sus canciones preferidas y nosotros, los mirones, compartíamos su alegría. Hoy quisimos celebrar la vida, después de estos casi dos años de otear la muerte.
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