Enrique Rivas columna Vozquetinta

Y vinimos a divulgar

¡Qué de sorpresas nos da estudiar la evolución de nuestro idioma! Por ejemplo, si le rascamos a su etimología, encontraremos que la raíz formativa del verbo «divulgar» es el vocablo latino vulgus, y que éste, desde sus remotos orígenes, no sólo ha significado ‘la gente común y corriente’ sino también ‘la muchedumbre, el montón, la masa indiferenciada del pueblo’, en resumen: el «vulgo». ¡Y vaya que esta última palabra (más sus voces derivadas: «vulgar», «vulgarizar», «vulgaridad», «vulgarismo») carga el pecado original de aplicarse siempre con una carga bastante peyorativa! En fin. Como solía decir Chava Flores: “Sea por Dios, venga más y dónde echarlo”.

Etimológicamente, pues, divulgar es ‘el acto de propagar un conocimiento, de ponerlo al alcance del vulgo’ (o mejor, ya para no herir susceptibilidades: ‘al alcance del público’). A quienes tenemos este verbo hechizante como profesión nos apasiona conjugarlo en primera persona. Somos privilegiados porque podemos socializar nuestros escasos o muchos saberes, hacerlos accesibles, alentar a los demás a que se identifiquen con ellos, a que los vuelvan suyos, a que les encuentren gusto, sabor, textura, trascendencia en sus vidas. Y además de lo anterior, cuando logramos motivar a la gente a que profundice en el tema e investigue por su cuenta, ya no se diga hasta despertarle una vocación profesional, nos sentimos culecos de tanta satisfacción.

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Acaban de partir a territorios supramundanos dos seres divulgadores por quienes sentí una profunda admiración. Con el primero de ellos, Cruz Mejía Arámbulo, de 73 años, compartí micrófonos, viajes, composiciones, ediciones discográficas, libros. En más de un sentido fui sus ojos, porque era invidente, y eso me enseñó a ver todo desde otra óptica. No fueron una ni dos las veces en que me iluminó ante situaciones o hechos, tanto cotidianos como extraordinarios, en los que yo me encontraba virtualmente a oscuras. Y encima de tales méritos, le aplaudí su eterna obsesión por divulgar la música popular mexicana. ¡Ah, cuántos paliques sosteníamos a cada rato en torno a cuestiones musicales!

El otro ser divulgador era Julieta Fierro Gossman, de 77 años. No tuve el honor de conocerla en persona, pero me agradaba saber que teníamos un objetivo en común. ¡Una gran mujer, una excelsa académica, un ente sensible al conocimiento de todo lo humano, advocada a la divulgación de la ciencia! ¿Cómo no iba yo a admirarla si, para colmo de bienes, cada labor divulgativa la ejercía con soltura de palabras y esa sonrisa suya tan cálida, seguramente reflejo de su felicidad interior? Con razón ella misma está convertida ahora en lo que fue su veneración científica: un cielo tachonado de estrellas.

Yo sumo 75 años en mi carnet de vida, lo cual significa que en eso de la edad siempre caminé entre uno y otra. Los tres fuimos miembros activos del círculo de comunicadores y extensionistas. Los tres estuvimos marcados por el karma de investigar para difundir, porque no concebíamos jamás lo uno sin lo otro. Los tres nos sentíamos gozosos de haber nacido con tal predestinación. Si algo aprendí de personajes como él y ella es su firmeza, su voluntad, su constancia. Semillas así no se siembran en cualquier vulgar maceta.

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