Culturosos, nos llaman, con no disimulada mofa. Como si dedicarnos a investigar, promover y difundir la cultura fuese un pecado de inconsciencia social, una exquisitez de ociosos fifíes, un oficio inmerecido de otra cosa que no sea el aplausito, el apapacho o, en el mejor de los horizontes, la limosna cicatera. Qué se creen esos guardianes de artistas, escritores, músicos, dibujantes, bailarines, talleristas y demás runfla de proletarios del arte, cuando los quijotes gritamos por su dignidad profesional. Que se rasquen (defensores y defendidos) con las dos uñas que les queden después de comerse las ocho restantes.
La cultura es un tópico que jamás pasa lista de presente en campañas políticas (no se diga en debates), ni siquiera para quedar bien con el electorado. Si acaso, el staff contendiente convocará al mundillo “intelectual” a cierta reunión a modo, mas no para que oriente el próximo programa de gobierno, sino para darle atole con el dedo de que se le tomó en cuenta, se le concedió un minuto de reflectores, se le permitió desahogar sus repetitivas quejumbres. Tampoco, claro, la cultura tendrá más espacios mañana, durante el pleno ejercicio del poder otorgado en las urnas. Bastará con una o dos acciones faramallescas, aunque no trasciendan, para fingir que lo culto tiene su corazoncito en la nueva administración pública. ¡Vivan la austeridad, el recorte, la grisura!
De todas las manifestaciones culturales, las que tienen menos voz y ningún voto en las iniciativas de los gobiernos, sean de la federación, de los estados o de los municipios, son las de la cultura popular (cualquier cosa que esta manoseada palabrita signifique). Promover y apoyar a las artesanías, las fiestas comunitarias, las danzas ancestrales, los encuentros de música regional, la arquitectura vernácula, la narrativa familiar, la trasmisión oral de las tradiciones, etc., aunque aparezcan en planes oficiales, no pasan de ser incisos enunciativos, letra muerta a la hora de la verdad. Se salvan, quizá, las mentadas muestras y festivales gastronómicos, ahora tan de moda, pero con asegunes de enfoque a los que en algún futuro Vozquetinta me referiré.
(Por mera asociación de ideas, lo anterior me trae a la mente aquellos versos titulados “Los cangrejos”, escritos por Guillermo Prieto en 1854 y que años más tarde se convirtieron en una suerte de himno o, según anotó el propio “Fidel”, en La marsellesa de los guerrilleros chinacos: «Cangrejos, al combate, / cangrejos, a compás, / un paso p’adelante, / doscientos para atrás. / Cangrejos, a compás, / marchemos para atrás, / ¡ja, ja, ja!, / marchemos para atrás».)
En la ideología política dicotomizada que nos atosiga un día sí y otro también, no hay rincones meritorios para la cultura. Ni picha, ni cacha, ni deja batear. Hasta se antoja un fardo, una losa, un estorbo. Será por eso que los culturosos parecemos una rémora, una sarta de contreras, una camada de fantasiosos a quienes conviene no hacerles caso. Y que digan misa, al cabo nadie irá al infierno por faltar a ella.
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