ENRIQUE RIVAS

Y el colapso nos incomunicó

Hace una semana, nuestro único lazo de unión durante más de seis horas fue el de sabernos incomunicados. No pudimos mensajearnos, ni compartir información, ni avisar dónde andábamos, ni enviar el documento urgente que debíamos, ni ratificar la cita importante que concertamos con antelación. El vacío que trajo consigo la caída de tres aplicaciones internéticas nos dejó al garete. Por un aterrador, larguísimo instante, pusimos cara de what. O vale decir: por un insta(gram), pusimos face(book) de what(sapp).

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Justificado por el imperio Zuckerberg a través de un tuit (léase: a través de una aplicación de la competencia), el blackout puso al descubierto la preocupante fragilidad de los contactos humanos en estos tiempos pandémicos. Acaso por veleidosas, las benditas redes sociales se tambalearon sobre el trono donde día con día las endiosamos, no sin antes arrogarse nuestra existencia misma como colectividad. Al colapsar este lunes 4 de octubre, así hayan sido nada más tres de ellas, nos equipararon con la nave Apolo 13 que en 1970, desconectada por completo del mando central (y del mundo), reingresaba a la atmósfera después de su ya proverbial aviso: “Houston: tenemos un problema”.

Por asociación de ideas, vino a mi memoria lo que Ofelia y yo padecimos aquel 19 de septiembre de 2017, después de temblar como gelatinas en el interior de un trolebús a la altura de la unidad Tlatelolco mientras nos dirigíamos a comer al centro de la gran urbe. Puesto que el terremoto inutilizó las redes (o la sobredemanda las saturó), no tuvimos de otra que caminar por Eje Central hasta encontrar por fin, a casi tres kilómetros de distancia, un viejo teléfono público que sí servía. ¡Los demás estaban en un abandono deplorable, inservibles o vandalizados! “¿A quién diablos le preocupa mantener en funcionamiento las antiguas casetas telefónicas de monedas o de tarjeta, siquiera para una emergencia como ésta”, pensamos entonces… A nadie, respondo ahora, porque somos esclavos de la dictadura del celulariado.

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Tampoco puedo evitar angustiarme por lo que sucedería, en un caso extremo, con las colecciones digitalizadas de documentos, libros, fotografías, películas y audios, sobre todo cuando sus originales están de mírame-y-no-me-toques, o cuando éstos ya desaparecieron, o cuando únicamente de manera digital, sin respaldo físico, se escribieron, fotografiaron, filmaron o grabaron dichas manifestaciones artísticas. ¿Lloraríamos lo suficiente si un apagón inutiliza de por vida tales archivos o un sismo aplasta sus máquinas cerebrales? Así como echamos pestes y rayos cuando nos roban el celular que atesora nuestras fotos más preciadas (aquellas que nunca nos preocupó guardar también en la computadora, en una USB o de perdida en un disco compacto), ¿contra quién imprecaríamos si llegara a perderse en definitiva parte de ese patrimonio cultural e ideológico que identifica a la humanidad?

Durante más de seis horas se zangoloteó la aldea global. Olvidamos que hasta hace pocos siglos aún nos informábamos mediante palomas mensajeras y señales de humo. Y que desde hace milenios aprendimos la más noble, profunda, trascendente de las relaciones, hoy confinada o en exilio digital: la comunicación cara a cara.


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