A Leonardo y Gustavo Rivas Carlos,
mi tercera sangre.
Debe ser muy impactante percibir rostros embozados como primeras imágenes de tu bienvenida al mundo. No una piel igual de blandita a la tuya. No un vaho acogedor, semejante al de tu boca. No unas manos desnudas y maestras en el arte de la caricia cálida. Poco a poco, después de varias semanas de adaptación, asimilas el significado del verbo ‘sonreírte’ a la acción de alargar los ojos, no a la de extender y entreabrir los labios. Los de ‘hablarte’, ‘arrullarte’, ‘cantarte’, a la de emitir un ruido sordo, lejano, hueco, no un sonido melodioso, próximo, claro, surgido de la laringe. Entre tú y el mundo hacen mal tercio un trompudo retazo de tela, una careta traslúcida, unos pegosteosos y malolientes guantes.
Lo mismo nos está ocurriendo a quienes tú todavía nos miras creciditos. A mí, por citarte un caso inmediato. Voy por la calle con la vista fija en el suelo, no únicamente para no azotar como chango viejo a mitad de trampas banqueteras, sino para evitar cruzamientos con otros seres tanto o más encubiertos que yo y cuyas fisonomías no logro precisar porque caminan semitapados. A veces oigo el saludo difuso de una persona transeúnte cuyo timbre de voz me llega deforme, rasposo, filtrado: “¡Hola, Enrique!”, “¡Adiós, maestro!”. Debo entonces alzar y aguzar la vista para tratar de identificar, tras aquella máscara, a Fulano o Mengana. Y acompaño el acto con el simulacro de apretarme los brazos mientras pido ayuda rápida a mi asesor cerebral de caras y voces: “¡Ay, Dios!, ¿quién es?, ¿Zutano o Perengana?”. Ni cómo asegurarme, dado nuestro comodino muro protector.
Protegerse, ¿sabes?, equivale ahora a no dar la cara, a ocultarse. También, en muchos sentidos, a evadirse. Para compensar la falta de trato humano íntimo, cuerpo a cuerpo, nadamos de muertito o damos patadas de ahogado en el cuasi anonimato de las redes sociales. Con aversión enfermiza hacia la ortografía, la puntuación y la sintaxis, vía internet imprecamos, sacamos la lengua, viralizamos chismes, compartimos mentiras, echamos gasolina extra a la pira linchadora, maiceamos likes, emojis y stickers a velocidad de 60 segundos por minuto. Es nuestra nueva normalidad. Creemos y no. Estamos y no. Vivimos y no. El espejismo de la vida virtual nos ayuda a fingir demencia. Para eso sirve también la mentada mascarilla.
Algún día, no muy remoto, entenderás que todo ello entró ya en la antropología de lo cotidiano. Los futuros científicos sociales, resguardados por escafandras, escribirán en sus libretas de campo (actualizo: capturarán en sus computadoras, dictarán a sus celulares, etc.) esta hipótesis central: “A partir de 2020 la cáscara del cubrebocas guardó al palo.”
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