Enrique Rivas columna Vozquetinta

Viene a cuento

No es enchílame otra eso de ponerse a escribir un cuento, por más cuentista de vocación que uno se crea. Hay que parir chayotes para tejerle una historia ágil, fluida, bien narrada. Que atrape desde el inicio. Que los personajes sean creíbles. Que sus diálogos suenen naturales. Sin el menor asomo de paja. Sin ripios ni descripciones distractoras. Sin vender la trama o adivinar su desenlace a las primeras de cambio. Y la cereza del pastel: con un título redondo, ingenioso, lúdico; en suma: jalador.

Más claro no canta un gallo, diría el buen Sancho (y si no lo dijo, pues allá él). Por lo que a mí toca, hablando de refranes, creo que para cuentear quizá haya que seguir los consejos de dos proverbios casi gemelos: “La gracia no es cantar fuerte sino medio tristoncito” y “La gracia no está en cantar sino en hacer gorgoritos”. Y pongo como ejemplo de ello uno de los libros que más he disfrutado: El Decamerón, de Giovanni Boccaccio, escrito entre 1348 y 1353, obra magistral compuesta por cien gorgoritos en forma de cuentos, relatados por diez jóvenes que durante una decena de días buscaron refugio en el campo para salvarse de la pandemia (bastante tristoncita, huelga decirlo) que azotaba a su natal Florencia.

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No tendría espacio suficiente en esta página para enlistar todos los libros de cuentos que considero mentores de mi lectomanía; pero no resisto la tentación de referir unos cuantos, recordados al azar (y que los demás, ¡mea culpa!, perdonen mi alzheimer bibliográfico): El misterio y otros cuentos, de Leonid Andreiev; Cuentos humorísticos orientales, de Ma Ce Hwang; Tres cuentos, de Gustave Flaubert; Narraciones extraordinarias, de Edgar Allan Poe; Canasta de cuentos mexicanos, de B. Traven; Ciudad Real, de Rosario Castellanos; El llano en llamas, de Juan Rulfo; El diosero, de Francisco Rojas González; y Los sentidos al aire, de Agustín Yáñez.

Una veladora especial en el altar mayor de la cuentística le prendo al relato breve, o como ahora se acostumbra llamarlo: el microrrelato. Lo venero como el dios minimista que es. Soy evangelista suyo, su Mateo, su Marcos, su Lucas, su Juan. Adoro el desafío al que me enfrenta: decir (o mejor: insinuar) mucho con pocas palabras, con frases minúsculas, con párrafos exiguos. Es el arte supremo de retar al lector a que le haga dobles o triples lecturas. Quizá, también, a que imite lo que una vez confesó Mario Vargas Llosa: “Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía, pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final”.

Les cuento que nada hay tan tentador como hacerle al cuento. Ah, y de paso, cometer el pecado capital de escribirlo, de preferencia reducido a dos que tres plumazos. O para que me entiendan: contar lo máximo en lo mínimo contable.

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