Érase un país del cual alguien dijo irónicamente que si Kafka, Orwell o Bradbury hubieran nacido allí habrían sido escritores costumbristas. Un país donde lo surrealista pasa por ser lo normal y cotidiano. Donde la insensatez se da un quién vive con la incongruencia. Donde las premisas se manipulan para acomodarse a la conclusión establecida con anterioridad, no a la inversa como plantea un silogismo que se respete.
Todo sucede en ese gran país, tan contrastante como polarizado. Se le habla con una retórica maniqueísta y, por lo mismo, rijosa. Se le aplican el clientelismo y el más rupestre acarreo, igual que antaño. Se le imponen confusas reglas del juego para después, impune y olímpicamente, brincarlas, mirarlas por encima del hombro o intentar cambiarlas a mitad del partido. Se le embelesa con el canto de sirenas de estar siempre del lado del pueblo (y en su tumbaburros, “pueblo” es un vocablo unitalla, ajustable a multitud de circunstancias). Se le evalúa por el grado de sumisa lealtad a los dogmas de una nueva religión política.
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A nadie sorprende que la agenda pública del susodicho país se establezca a modo (y a humor) desde un púlpito palaciego. Cada mañana esa nación abre un expectante compás del que todo puede esperarse, aun lo nimio. Van y vienen nombres completos, de quien sea, como pregón de cartas de la lotería. Adjetivos peyorativos, también. Descalificaciones a diestra y siniestra. Juicios, las más de las veces, sumarios, con su correspondiente condena. Retos al estilo de cuadriláteros. Balconeos hormonales de supuestas mentiras periodísticas. Defensas inapelables a funcionarios non gratos o de cuestionado actuar…
(Bien ejercida, justificada, respetuosa, la réplica es un derecho consagrado incluso en la Ley. Mas no con malas artes o alevosías. Ni desde una posición ventajosa, al amparo de las cámaras, reflectores, manos alzadas y audiencias cautivas de las que otros no disponen. Menos aún mediante aseveraciones de vaga —si no es que imposible— comprobación, o bajo la simple muletilla de poseer “otros datos”.)
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El país de marras pedía a gritos una trasformación. La tiene. Accedió a ella por las vías legales construidas durante años de lucha, tras difíciles, inequitativas y no siempre exitosas batallas sociales y políticas. Tal antecedente, empero, como piensan muchos de sus paisanos, amerita un enfoque justo, distinto al expediente fácil de echar tan valiosa herencia democrática por la borda y con una rueda de molino atada al cuello. Hay otros canales para pasar a la historia sin necesidad de enarbolar ahora el ego como bandera.
Si un topónimo hubiera que ponerle a ese surrealista país podría ser el de Comala. Al cabo que en él, como alguna vez le escuché decir a otro alguien, también con sutil ironía: todos son hijos de Pedro Páramo (o de Susana San Juan, añadí). Para no hacerles más largo el cuento, dejémoslo en que era un país equis. Ojalá que su esplendor no concluya en la misma fatalidad con que cierra la emblemática novela de Rulfo: «Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.»
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