Entre la muerte del pitcher Fernando Valenzuela (22 de octubre de este año) y la del poeta San Juan de la Cruz median 433 años, pero ambos fueron unos iluminados, unos místicos que hicieron de su profesión una manera de comunicar al hombre con las causas más altas del espíritu humano… y, claro, se puede llegar a ellas por la develación religiosa, o bien por el despliegue perfecto de la dinámica corporal a través del deporte.
Quiero pensar en los derviches del Medio Oriente, o bien en los monjes del Templo Shaolín, pero me quedo con la postal de un mexicano rústico, norteño, bragado, tosco…. Uno que miraba a lo alto de su propia gorra para buscar la iluminación y expresarla mediante un lanzamiento apoyado en los nudillos llamado “screw ball”.
Y claro, la vida es un tirabuzón… nos suspendemos en el tiempo para elevar una plegaria al estilo Pati Smith -¡people have the power!- para aclamar a un tipo venido del desierto norteño mexicano y obsesionado en dejar su brazo y el resto de su físico en pos de alcanzar el sueño de la gloria deportiva… desde un montículo se entreve la plenitud espiritual -no es broma-.
Fernando Valenzuela (1960-2024) ponía los ojos en blanco y dejaba que la poesía se convirtiera en un lanzamiento rompiente… aquella curva nudillera era poesía pura y el beisbol una manera de alzar una oración que conectaba con esa narrativa rascuache del llamado “sueño americano”.
En aquel 1981 -campeón total- teníamos a un fajador boxístico convertido en un artista del beisbol que tras de sí empujaba una carreta aspiracional y que dejó todo lo que su físico le permitió en favor de la gloria Dodger… Fernando amasó un sueño… un pasaje de arte que lo convirtió no en un deportista de élite, sino en la encarnación misma de la épica -ahora que gusta tanto esa palabra que alude a una gesta guerrera-.
Una roca convertida en pelota de beisból trazaba una entelequia cultural que convocaba a un país entero para verlo fajarse hasta la extenuación so pretexto que eso es lo que el manager esperaba del sonorense… -eran otros tiempos, otros expolios-.
El arte disfrazado de oficio pelotero y elevando al ejercicio del engaño y luego a un recurso deportivo que requería de capacidad física y mucha maña beisbolera… de los costados de su gorra brotaba una mata capilar que hacía juego con ese cobrizo rostro que elevó aquel concepto de “la raza de bronce” a un prime antes de que existieran siquiera las redes sociales.
Fernando Valenzuela fue un solitario lanzando quimeras desde una lomita de la auto-invención… un alquimista, un malabarista del deporte-ciencia empecinado en mostrar la manera en que un hijo pródigo del rancho podía expedir galimatías desde su puño sonorense.
El Toro fue un artista de su deporte… rozó la gloria y luego la vida le demostró que era humano –demasiado humano-, cuya tarea ya estaba hecha con todo y un sin hit ni carrera que le hizo ratificar que los lanzadores de fondo eran una especie en extinción.
Vaya, no nos quedemos con la narrativa de tabloide y redes chafas, habría que asomarse a la mitología griega para retomar a guerreros de fe inquebrantable que nunca se imaginaron trepados en un montículo para librar sus máximas batallas, como Valenzuela.
Fernando nos enseñó otros trucos… ni era el más fuerte, ni el más dotado… fue un aprendiz eterno convertido en un maestro del pitcheo… un chamán, rústico, pero un chamán beisbolero, que ahora lanza tirabuzones para la eternidad comenzando desde Etchohuaquila, Sonora.