ENRIQUE RIVAS

Turismo de utilería

Como buen civilizado, en silencio, con el cubrebocas sirviéndome de guarura médico, me formé religiosamente en la fila para esperar mi turno. Era la última jornada por orden alfabético de aplicación de la vacuna anticovid. Mientras una vocecilla femenina ante el micrófono pedía a gritos a todos los ‘viernes’ (así decíamos en mis tiempos en vez de ‘viejos’, ‘ancianos’ o ‘vetarros’, no el actual ‘de la tercera edad’) que diéramos un fuerte aplauso a nuestro señor presidente y a nuestro señor gobernador por hacer realidad su compromiso con el bienestar del pueblo, aproveché que tengo oídos de cantinero o de chicharronero para aislarme del barullo y concentrarme en mirar con ojo crítico el teatro donde nos habían reunido.

¿Teatro? Sí, eso es el enorme espacio al sur de Pachuca destinado a servir de feria durante el mes de san Francisco. Un set fantasmal, ruinoso, polvoriento, descolorido. Un plató que, hasta antes de la pandemia, pretendía apantallar al turista con reproducciones chafas de dizque monumentos londinenses y edificios antiguos de la Comarca Minera. Un proscenio que ahora, hueco, sin telones ni bambalinas, pone al descubierto la chabacanería de cuanto se presentaba allí cada octubre a guisa de tianguis cultural.

Tal escenografía de cartón, pensé, no refleja sino lo acartonado que está el concepto público y privado acerca del turismo. No es aquel concepto de empresa seria, responsable, sustentada, ofertante de una necesaria recreación al ser humano, defensora y divulgadora del patrimonio geográfico, histórico y artístico del planeta. Antes bien, el de la industria frívola, superficial, evasiva, fan del consumismo, poco o nada respetuosa del ambiente, no comprometida con los auténticos valores de la cultura, aferrada a ideas preconcebidas de cómo piensa y actúa cualquier persona viajera. Si lo vano, lo trivial, lo inconsciente, lo irreflexivo, lo desmadroso, son premisas sine qua non de la conducta del turista, ¿para qué entonces brindarle una perspectiva diferente, un pretexto para la meditación, un espacio ocasional donde hallarse a sí mismo a través de la comunión con otras costumbres?

¡De cuánto atrezo así estamos invadidos en la tramoya turística, no solamente de Hidalgo sino de México! Obras fatuas la mayoría, pagadas a muy alto precio, lucidoras para la foto de inauguración pero desechables en el siguiente trienio o sexenio. Ah, y la cereza del pastel: a todas se les promueve con la sobada muletilla de favorecer nuestra identidad municipal, regional, estatal o nacional. Acaso porque soy lunático, pero yo nunca he podido identificarme con sitios de semejante pompa, inflados como sinónimos de ombligos del mundo. Tan lejos de Dios y tan cerca de la estulticia.

Por fin, todavía con aquella tarabilla acarreada como fondo discursivo, llegó mi turno. Entré al galerón bajo cuyo techo metálico antes se distribuían, no me acuerdo si los puestos promotores de pueblos mágicos hidalguenses o los corrales de caballos finos. Recibí mi dosis inoculante. Aguardé media hora. Me dirigí al exterior. Y cuando desperté, la utilería dinosáurica del gran teatro ferial seguía ahí, sacándome su irreverente lengua turística.


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