Super Avocado Bowl

Se calcula que en cerca de 100 millones de casas, restaurantes y bares de Estados Unidos se consumirán hoy domingo alrededor de 130 mil toneladas de aguacate. Todo un fenómeno económico, atrás del cual rondan millonarios negocios en billetes verdes. También, claro, todo un fenómeno cultural, por cuanto nuestros vecinos de arriba han hecho del llamado «oro verde» de México su botana predilecta para disfrutar ese chou futbolístico anual que llaman Super Bowl, donde el guacamole se ha convertido en equivalente ritual del pavo en su Thanksgiving Day. No me extrañaría que otro día como este nos hagan el honor de elevar el concepto político que tienen sobre nosotros: de república bananera a república aguacatera.

No descubro el hueso del aguacate cuando digo que cualquier paisano nuestro conoce y valora muchas virtudes en el Persea americana (ojalá nunca lleguen los altos mandos de poder al extremo chovinista de exigir a los botánicos que nos pidan oficialmente perdón por haberle puesto tal nombre científico en lugar del de Persea mexicana). Su virtud cosmética para la piel y el cabello. Su virtud terapéutica tradicional en infecciones cutáneas y del aparato digestivo. Su virtud nutritiva, comprobada por la ciencia de los alimentos. Y sobre todo, su virtud de poder comerlo de muchas maneras: martajado en guacamole, encima de tostadas o tacos dorados, en rebanadas dentro de tortas o hamburguesas, en ensaladas, en cocteles, en el pozole guerrerense, en mitades de aguacate rellenas con algún alimento frío, en el ingrediente principal de una sopa cremosa, un helado o una paleta de hielo, o como «mantequilla vegetal» (alguna vez escuché definirlo así por un aguacatófilo), simplemente embarrándolo en un bolillo o telera y echándole sal.

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De pocos años a la fecha, el humilde guacamole, para nosotros una salsa común, más o menos cotidiana y de costo casi siempre módico, ha pasado a ser un oneroso manjar de lujo en todo el planeta. Por añadidura, su identificación con lo mexicano le otorga ese tufo de pintoresquismo y exoticidad tan caro a la sensibilidad extranjera, con mayor razón la de aquella extranjería cuya sangre nada tiene de latina.

Lo sorprendente, empero, es su cada vez más generalizado consumo en la Unión Americana, a veces incluso botaneado con nuestros nacionalísimos totopos, durante la trasmisión televisiva de un deporte de raíz, pompa y circunstancia cien por ciento yanqui. ¿Qué implica eso desde el punto de vista ideológico? ¿Qué trasfondo social —o si se quiere, síquico— se esconde en dicho boom de características híbridas, tan diferente a otras manifestaciones del influjo cultural que ejerce la población de origen mexicano asentada en suelo estadunidense? Nadie, al parecer, se ha preocupado por responder a tales preguntas, y creo que ni siquiera a planteárselas.

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El aguacate mexicano anota cada febrero su mejor touchdown de la temporada. No olvidemos, sin embargo, que detrás de este apetitoso alimento suele haber en México una historia diaria de miedo, inseguridad, secuestro, extorsión, cobro de piso, cuando no luto. Si el sustantivo de marras es castellanización del náhuatl ahuácatl (“testículo”, nominado así por la forma ovoide del fruto) y el verbo taclear del inglés to tackle (“atajar al adversario”), se necesita, además de aguacates, otra estrategia de juego para taclear al quarterback de la violencia en Michoacán, el estado que más lo produce y exporta para satisfacer la compulsividad guacamolera de allende el Bravo.


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