Entre mis banalidades sumo (que no presumo) la autoedición de un librito al que titulé Sopa de solapas (2006). Si me preguntan, no sabría describirles a qué rayos sabe un bodrio así. De tan masudo o pastoso, nada fácil resulta deglutirlo y hasta puede provocar cólicos o de plano indigestar. Lo más probable es que me excedí en sazón, o lo pasé de hervor, o fue demasiado guiso para tan pocas albóndigas. Creo que ni siquiera su aroma es atrayente. A las primeras de cambio, el platillo reprobaría en el más rastacuero concurso televisivo de master chef.
En tal antojo-capricho bibliográfico, del que apenas tuve para imprimir un puñado de ejemplares, reuní mi vieja manía por solapear (que no necesariamente solapar) algunos libros que leo. Y por solapear entiendo el acto de escribirles de mi puño y letra, en la página falsa o en la portadilla, algo parecido a la ‘solapa’ sin firma que la casa editorial suele ubicar en la cuarta de forros: un texto breve, mezcla de síntesis, elogio al autor e invitación a devorar el volumen de marras. Pero, ¡ojo!: dije “algo parecido”, porque en vez de sintetizar, elogiar e invitar, no pocas veces me puse en plan de criticón y uno de mis instrumentos favoritos de disección fue el bisturí de la ironía.
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¿Cómo diablos entonces degustar una sopa así de contreras, “salpimentada con una pizca de insolencia, tres dedos de sarcasmo y cinco miligramos de cianuro diluido en polvo de diamantina”, como anoté en el prólogo? ¿Un caldillo tan poco apetitoso, tan contrario al lugar común (“el más común de los lugares en cualquier solapa anónima de un mamotreto”)? ¿A quién puede antojársele? ¿Tanta sería su hambre como para apretarse la nariz mientras lo traga?… ¡Pobre de quien me lea si su paladar está habituado a otro menú!
No me arrepiento, sin embargo. Fui honesto al escribir lo que pensé y sentí tras cada lectura y luego al compilar mis opiniones en un libro que, aunque parezca mentira, nunca me interesó poner a la venta (casi en su totalidad lo he obsequiado y sólo en una ocasión, recién impreso, acepté la propuesta de las autoridades del sector Cultura para presentarlo al público en Pachuca). Tómesele, pues, como mero desfogue de “cuanta rechifla, palmadita al hombro, gozo, mortificación, empatía o tirria por la obra y su autor, me vinieron en regalada gana”.
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Mas no por ello deja de tener su corazoncito de trascendencia, según manifesté ahí mismo: “Me sentiría como gallina culeca si a la vuelta de los años, en cualquier biblioteca o librería de viejo, descubro un ejemplar apostillado de Sopa de solapas. (¡Ojalá lo estuviera por dos o más usuarios, trabados en jugosa polémica!). Hablaré entonces de una verdadera retroalimentación. Mi trabajo habrá dejado de serme objeto ajeno para volverse ágora, plaza, mercado, palique, chorcha, cotorreo, carnal, amigote y contlapache de otras manos con pluma en ristre, como siempre quiso ser.”
Por favor, no dejen de avisarme cuando se topen con un ejemplar grafiteado de esos. Tengan por seguro que los solaparé (que no solapearé) si deciden guardar en el anonimato su pitazo.
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