Somos lo que leemos, lo que vemos y lo que escuchamos

Por Dino Madrid

En la pugna política, no basta con tener los mejores argumentos o las políticas más justas: quien domina la narrativa, domina el tablero. En este terreno, no solo importan los hechos, sino cómo se perciben y cómo se relatan. Las grandes transformaciones sociales y políticas no se dictan solo en la realidad material, sino en el imaginario colectivo. Y esa batalla, la de las ideas y las percepciones, se libra día a día.

Hoy, aún hay sectores de la izquierda que no terminan de comprender por qué los avances en políticas sociales no siempre se traducen en victorias electorales. Muchos confían en que los logros, por sí solos, convencerán. Pero la historia nos demuestra lo contrario: sin una narrativa sólida que los respalde, los logros pueden ser ignorados o, peor aún, distorsionados. Frente a un asedio constante de desinformación de los grandes medios corporativos, es indispensable militar también en el terreno mediático y comunicacional.

Ahora bien, ganar la narrativa no significa tener pautas con los grandes medios de comunicación tradicionales ni gastar más en comunicación social. No se trata de tener más recursos ni de comprar espacios en la televisión o en la prensa. La verdadera batalla está en las ideas, en conectar con la gente desde el territorio, desde el lenguaje que entienden y desde sus aspiraciones más profundas. Se trata de construir un discurso coherente, que haga sentido, que inspire, y que haga evidente quiénes son los aliados del cambio y quiénes son los defensores del status quo.

Como bien señala Pablo Iglesias, somos lo que leemos, lo que vemos y lo que escuchamos. Las personas votan, en gran medida, influenciadas por los mensajes que consumen, más que por su realidad inmediata. Si no fuera así, los poderes económicos no gastarían millones y millones en controlar los grandes medios de comunicación.

Un ejemplo paradigmático es Brasil. El programa “Bolsa Familia” transformó la vida de millones, reduciendo la pobreza a la mitad y beneficiando a una cuarta parte de la población. Sin embargo, la derecha brasileña logró imponer una narrativa que minimizó este avance, atribuyendo el cambio no a políticas públicas, sino “a la voluntad divina”. Así, desmontaron en el imaginario colectivo uno de los programas más exitosos de la historia reciente.

Esto nos deja una lección clara: los proyectos políticos necesitan más que buenas ideas; necesitan relatos sólidos que conecten con las emociones y aspiraciones de la gente. La política no es solo pragmatismo, es también simbolismo. Ganar la narrativa significa ganar la confianza, los corazones y las conciencias, y eso se hace desde abajo, desde el pueblo, no desde los despachos de las televisoras.

Por ello, la izquierda debe asumir que la batalla mediática no es secundaria. Ganar la narrativa no es un lujo, es una necesidad. Y hacerlo no depende de tener más dinero, sino de tener más claridad, más creatividad y más compromiso para construir un relato que le hable de frente al pueblo y que defienda, sin titubeos, el proyecto de transformación.


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