Enrique Rivas columna Vozquetinta

Seudónimos toponímicos (y II de II)

Cuévano, Ajetreo, Pedrones, Cañada, Huetámaro, Concepción de Ruiz, San Pedro de las Corrientes y Muérdago… No, al menos así llamadas, no existen en la geografía nacional tales localidades. Sin embargo, tampoco se trata de lugares ficticios. Son topónimos enmascarados que empleó Jorge Ibargüengoitia en cuatro de sus novelas (Estas ruinas que ves, 1975; Las muertas, 1977; Dos crímenes, 1979; Los pasos de López, 1981) para designar a poblados específicos, reales, del centro de la república: Guanajuato, Dolores Hidalgo, León, Querétaro, Valladolid (Morelia), San Francisco del Rincón, Lagos de Moreno y San Miguel de Allende, respectivamente.

Al mismo recurso estilístico han recurrido varios novelistas. Uno fue el veracruzano Rafael Delgado, quien denominó Pluviosilla a Orizaba y Villaverde a Córdoba (La calandria, 1890; Angelina, 1893; Los parientes ricos, 1902; Historia vulgar, 1904). Otro, el chilango Carlos Fuentes, padrino del alias Antijane para Tijuana (Cristóbal nonato, 1987). Y otro más, el tepiteño Armando Ramírez, creador de los nombres Tan Pendécuaro y Garambullo para aludir a la nación mexicana en conjunto y al estado de Guanajuato en particular (El presidente entoloachado, 2006).

Puedes leer: Seudónimos toponímicos (I de II)

A veces, quien escribió la novela ni siquiera tuvo necesidad de recurrir a un topónimo nuevo: le bastó con recurrir al nombre original del sitio para ubicar ahí la trama. Eso hicieron el británico Malcolm Lowry al llamar Quauhnáhuac a Cuernavaca en Bajo el volcán (1947), el capitalino Fernando Benítez al referirse como Tajimaroa a la hoy Ciudad Hidalgo (El agua envenenada, 1961) y la chiapaneca Rosario Castellanos al situar en Ciudad Real, no en San Cristóbal de Las Casas, al menos una de sus obras (Oficio de tinieblas, 1962).

Haya o no correspondencia verdadera con la población equis o zeta, ¿Qué hay detrás de la utilización de seudónimos toponímicos?, ¿Qué resortes mueven a la persona escribidora para tomar dicha medida que, para mí, rebasa lo simplemente anecdótico? Las respuestas serían múltiples si hiciéramos la misma pregunta a cada autor. Baste por ahora, a guisa de ejemplo, reproducir aquí lo que en una entrevista expresó el chihuahuense Jesús Gardea, inventor del topónimo Placeres para sustituir al de Ciudad Delicias (El sol que estás mirando, 1981; La canción de las mulas muertas, 1981; El tornavoz, 1983; Soñar la guerra, 1984; Los músicos y el fuego, 1985; El diablo en el ojo, 1990):

“Por razones psicológicas, cuando no sean por otras que ni siquiera imagino y que nada tendrían que ver con la psicología, bauticé Placeres a Delicias (el agua del bautizo transfigura). Sentí, o creí sentir, que para habérmelas más o menos bien con mis personajes y su medio, y su aire, y su sol, necesitaba crear, entre ellos y yo, cierta distancia que paradójicamente es, al mismo tiempo, acercamiento, casi intimidad. Pues bien, sentí, repito, entonces, lo otro: que si yo mentaba la palabra Delicias, ellos y su mundo huirían de mí. Tenía que buscar yo otro nombre para poderlo traer al papel, a los corralitos del papel. Quizás no me he equivocado.”Cuévano, Ajetreo, Pedrones, Cañada, Huetámaro, Concepción de Ruiz, San Pedro de las Corrientes y Muérdago… No, al menos así llamadas, no existen en la geografía nacional tales localidades. Sin embargo, tampoco se trata de lugares ficticios. Son topónimos enmascarados que empleó Jorge Ibargüengoitia en cuatro de sus novelas (Estas ruinas que ves, 1975; Las muertas, 1977; Dos crímenes, 1979; Los pasos de López, 1981) para designar a poblados específicos, reales, del centro de la república: Guanajuato, Dolores Hidalgo, León, Querétaro, Valladolid (Morelia), San Francisco del Rincón, Lagos de Moreno y San Miguel de Allende, respectivamente.

Al mismo recurso estilístico han recurrido varios novelistas. Uno fue el veracruzano Rafael Delgado, quien denominó Pluviosilla a Orizaba y Villaverde a Córdoba (La calandria, 1890; Angelina, 1893; Los parientes ricos, 1902; Historia vulgar, 1904). Otro, el chilango Carlos Fuentes, padrino del alias Antijane para Tijuana (Cristóbal nonato, 1987). Y otro más, el tepiteño Armando Ramírez, creador de los nombres Tan Pendécuaro y Garambullo para aludir a la nación mexicana en conjunto y al estado de Guanajuato en particular (El presidente entoloachado, 2006).

A veces, quien escribió la novela ni siquiera tuvo necesidad de recurrir a un topónimo nuevo: le bastó con recurrir al nombre original del sitio para ubicar ahí la trama. Eso hicieron el británico Malcolm Lowry al llamar Quauhnáhuac a Cuernavaca en Bajo el volcán (1947), el capitalino Fernando Benítez al referirse como Tajimaroa a la hoy Ciudad Hidalgo (El agua envenenada, 1961) y la chiapaneca Rosario Castellanos al situar en Ciudad Real, no en San Cristóbal de Las Casas, al menos una de sus obras (Oficio de tinieblas, 1962).

Haya o no correspondencia verdadera con la población equis o zeta, ¿qué hay detrás de la utilización de seudónimos toponímicos?, ¿qué resortes mueven a la persona escribidora para tomar dicha medida que, para mí, rebasa lo simplemente anecdótico? Las respuestas serían múltiples si hiciéramos la misma pregunta a cada autor. Baste por ahora, a guisa de ejemplo, reproducir aquí lo que en una entrevista expresó el chihuahuense Jesús Gardea, inventor del topónimo Placeres para sustituir al de Ciudad Delicias (El sol que estás mirando, 1981; La canción de las mulas muertas, 1981; El tornavoz, 1983; Soñar la guerra, 1984; Los músicos y el fuego, 1985; El diablo en el ojo, 1990):

“Por razones psicológicas, cuando no sean por otras que ni siquiera imagino y que nada tendrían que ver con la psicología, bauticé Placeres a Delicias (el agua del bautizo transfigura). Sentí, o creí sentir, que para habérmelas más o menos bien con mis personajes y su medio, y su aire, y su sol, necesitaba crear, entre ellos y yo, cierta distancia que paradójicamente es, al mismo tiempo, acercamiento, casi intimidad. Pues bien, sentí, repito, entonces, lo otro: que si yo mentaba la palabra Delicias, ellos y su mundo huirían de mí. Tenía que buscar yo otro nombre para poderlo traer al papel, a los corralitos del papel. Quizás no me he equivocado.”


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