Aprendí a flotar en el pantano de los años sesenta. Según mi curp, sumo setenta diciembres de edad. Si hoy corto este listón inaugural con las tijeras de una confesión de vida es para dejar, a priori, mis cartas sobre la mesa. Mis cartas y mis karmas de libertad, endiosados en utópicos ayeres: el prohibido-prohibir, el seamos-realistas-pidamos-lo-imposible, el la-imaginación-al-poder.
En vez de agua lustral me bauticé con tinta de imprenta periodística. La primera comunión en la radio la hice un poco tarde, pero ratificó mi sacerdocio por el habla. Me casé con la lectura y la producción libresca. Tengo hijos e hijas igual de culturófilos. No alcanzo el currículum literario para pensar en la jubilación. Y el acta mortuoria aún tardará en escribir mi nombre (lo dicho: soy realista, pido lo imposible).
Si el verbo tintar, reza el tabicón académico, significa “dar a algo color distinto del que tenía”, Vozquetinta quiere aplicar otro color a tal vocablo dominguero. Para celebrar la octava de la fiesta de la palabra con una procesión por el atrio de La Jornada Hidalgo.
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