Tradiciones y festejos aparte, septiembre ha sido un mes de simbolismos y mensajes políticos en derredor de la figura presidencial. Desde su primer día, señalado por la tergiversación del mandato constitucional de rendir cuentas, el mes de la patria mexicana se dedicó al culto del presidente. El acto de informar se diluyó hasta eliminar su significado: la sumisión del Ejecutivo mediante la comparecencia del mandatario ante el Congreso depositario de la soberanía nacional.
La sana práctica del debate parlamentario entre el Legislativo y el Ejecutivo sobre el estado de la Unión, pasó de ser lo contrario, es decir la abyección del primero ante el segundo, hasta el impedimento de su presencia en el recinto legislativo. Supuso entonces la oposición una negativa en abono de la preponderancia de la representación nacional ante el presidencialismo exacerbado. Acabar con el Día del presidente. Realmente fue lo contrario: le evitó su obligada presencia para recibir directamente los cuestionamientos y críticas a su gobierno.
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Finalmente la opción fue la entrega formal del informe gubernamental y un mensaje presidencial en el espacio de su asiento oficial, sin la incomodidad de tratos groseros, interpelaciones estridentes, abstención de aplausos, cartulinas opositoras, respuestas claridosas y sin lisonjas.
El de ayer se realizó en similar formato, extendido ahora a la gran plaza trazada por Hernán Cortés, el conquistador del imperio azteca, ombligo nacional donde entonces como ahora, conviven las instituciones históricas del país: la Presidencia de la República y el Arzobispado primado de la Iglesia Católica, también traída por el estudiante salmantino, frente a la autoridad de la Ciudad de México.
Mismo escenario, lo recordó el presidente en su discurso, de otras muchas reuniones masivas de su movimiento; esta con la asistencia segmentada para su acomodo preferencial y la notoria organización de las expresiones en apoyo a las expresiones clave de la lectura, sin la espontaneidad de aquellas primeras concentraciones, apoteóticas como la del triunfo largamente buscado de 2018.
Es el caso de una situación paralela, diferenciadora del último informe del presidente López Obrador: apenas separada por la distancia de tres avenidas, otra reunión, esta opositora al mandatario, se desarrollaba en un sitio igualmente emblemático, el monumento conmemorativo del centenario de la independencia nacional, el Ángel, símbolo del momento cumbre del régimen encabezado por un caudillo ya sin la percepción del punto final de su poder, una revolución ni más ni menos.
Ahí primó la espontaneidad de los movimientos frescos, la improvisación del escenario no fue óbice para la claridad del mensaje. Y, lo más significativo: la convocatoria nada menor lanzada por una juventud universitaria sumada al rechazo de servidoras y servidores públicos del Poder Judicial a la iniciativa presidencial de su reforma.
Lecturas abundarán de este día uno en torno de ambas citas. Una elemental: la de la Plaza de la Constitución fue despedida con guiños entendidos como instrucciones, principio del final formal de una etapa refundante del presidencialismo mexicano, exultante por las condiciones de un gran cierre, sin serlo del todo.
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La del Paseo de la Reforma, confirmación de otras visiones de país, muy posiblemente minoritarias sin dejar de ser claras y fundadas, ni ajenas a la importancia de ganar la calle para manifestarse; con médula joven y objetividad en el discurso.
Si esto fue así inició bien nuestro septiembre. Celebremos el mes de todas y todos los mexicanos después de palpar la posibilidad de vivir y convivir bajo un mismo cielo, mejor si es con diferencias. Esa es la democracia.
Cada quien responderá de sus dichos.
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