Fijar mis ojos, mis dedos, mis ventanas nasales en aquellos libros equivalía al éxtasis. Era un erotismo intelectual tenerlos alineaditos frente a mí en su propio estante de madera dentro de las antiguas librerías de Cristal, sacar un volumen cualquiera, olerlo, hojearlo, desplegarlo en una página al azar, leerla al vuelo, saltar a otras, muestrear uno o dos párrafos más, cerrar el ejemplar, devolverlo a su sitio, a veces apartarlo para después ir a pagarlo religiosamente en caja. Todo un rito.
Un placer inigualable era buscar el final de un cuadernillo y el principio del siguiente para oír el crunch, el crujido que provocaba mi capricho de separarlos, liberándolos del pegamento que los adhería entre sí y de paso impedía abrir bien ese par de páginas. Es que los libros tenían cuadernillos cosidos con cáñamo y pegados con cola, lo que los volvía más durables. No eran hojas sueltas, refinadas y mal pegadas al lomo, como años más tarde se acostumbró en el medio editorial para abaratar costos, aunque eso suponía que el volumen se deshojaba a las primeras de cambio.
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Viví, pues, cientos de horas visuales, táctiles, olfativas ante sus camisas coloridas, su papel rústico, su diseño práctico, su tipografía legible, su catálogo final de autores enlistados por orden alfabético. No se diga sus textos. Lo mismo imprimía novelas que crónicas de viaje, obras de teatro que antologías poéticas, relatos que cuentos, ensayos científicos que biografías. Había también literatura antigua y clásica. En traducciones bastante aceptables cuando era el caso. Y todo a precios que, al menos para este vozquetintero y adolescente pobretón que fui, pasaban por milagrosos.
Guardo numerosos tomos adquiridos en aquel tiempo. Otros, los encontré después en librerías de viejo y tianguis callejeros. Algunos hasta los encuaderné durante mis tiempos de preparatoria o universidad. Varios incluyen apostillas mías o correcciones tipográficas que les marqué, porque de ambos vicios padezco. No falta el que he llevado en la maleta a un viaje de descanso. Y más de uno ocupa de noche en noche un lugar honroso en mi mesita de cabecera.
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Le debo mucho a la benemérita —si se me permite este adjetivo— colección Austral que publicó la editorial Espasa-Calpe entre los años treinta y sesenta del siglo XX. De ella tomé al libro como objeto de culto. Por ella hice contacto con leyendas rusas, mitologías irlandesas, cuentos humorísticos orientales, poemas en prosa, diálogos de la lengua, historias universales. Su influencia perdura hasta la fecha en mi bibliomanía. Va mi eterna gratitud en prenda.