«La cosa pública». Eso, por sus raíces latinas, significa la palabra república. La cosa pública que pertenece a cada quien y al mismo tiempo a todos. La cosa pública de interés particular y a la vez de aprovechamiento colectivo. La cosa pública propia y la compartida al resto de la sociedad. Así de simple, etimológicamente hablando.
Por otro lado, está la cosa pública como sistema de gobierno, con todo lo que una república institucionalizada que se precie de serlo implica en división de poderes, equilibrio de fuerzas, elección de representantes, autonomía de organismos, impartición de justicia, reconocimiento de derechos, planes consensuados, rutas críticas, procesos trasparentes, similares y conexos. Así de complejo, políticamente hablando.
El número 40 de la centena de puntos (com)prometidos por la ya titular del Ejecutivo federal estableció como meta alcanzar una república de lectores, tomando como principal (más bien, casi única) estrategia crear círculos de lectura. Ahora, al menos en este campo, la cosa pública también debe entenderse desde otra perspectiva: la de satisfacer, en libertad, el instinto por la lectura. Vaya: leer como política social de la res-pública.
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Sin embargo, ¿Cómo evaluar si al terminar su sexenio logró tan republicano objetivo? ¿Mediante la clásica cuantofrenia (así calificábamos en la vieja Facultad de Ciencias Políticas a la numeralia triunfalista de la clase gobernante), aquella que todo lo mide en tantos círculos de lectura formados, tantas personas inscritas en ellos, tantos miles de pesos invertidos para sostener el programa, tanta población beneficiada? Como siempre: la cultura reducida al discurso falaz de los dígitos apantallantes.
A la larga, ningún círculo de lectura, por bienintencionado y dinámico que sea, servirá de mucho si no prestamos la debida atención al otro gran problema de origen: la vocación lectora no despertada en el hogar y la escuela desde la niñez o la adolescencia. Conozco más de un paterfamilia que se burla o, de plano, coarta a su vástago cuando lo descubre leyendo por pura curiosidad un libro que no es de texto. Conozco también docentes a quienes les da tirria, además de hueva, la lectura, y no pueden ocultar su pánico escénico cuando se ven en la necesidad de leer algo en clase. Bien dice el refrán: Árbol que crece torcido…
La res-pública ha de considerarse entonces un modelo, un ideal a seguir. Lástima que el ejemplo que pone está para llorar. ¿Cuántos personajes políticos de hoy, igual que aquel frívolo excandidato presidencial, también se quedarían callados si quisiéramos que citaran tres tristes libros cuya lectura les haya influido cuando fueron infantes o jóvenes? ¿Cuántos más harían mutis si se les pidiera por lo menos referir el tema que trata cierta novela clásica mexicana o universal, por la sencilla razón de que jamás la han leído? ¿Cuántos más han sido vistos alguna vez, siquiera por casualidad, en una biblioteca, una librería, un café literario, una presentación editorial?
¡Ah, qué ambicioso suena lo de una república de lectores! Ojalá que el proyecto no caiga de nuevo en hallarle la cuadratura al círculo… de lectura.
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