RENOVAR LA SUPREMA CORTE EN CLAVE FEDERALISTA

No es el propósito hacer aquí un análisis de la actual crisis en la Suprema Corte de Justicia de la Nación por el cuestionamiento grave a una de sus ministras.

Tampoco sobre los efectos colaterales generados por ese hecho, como la tensión entre el gobierno de la República y la Universidad Nacional Autónoma de México.

Menos elucubrar acerca de sus posibles desenlaces, sean de orden jurídico, político o de otra naturaleza. Tarde o temprano llegarán, igual sus efectos.

En todo caso lo importante son las posibilidades del debate provocado, pues ha generado el interés nacional respecto de un ambiente donde solo se produce circunstancialmente.

Más útil e importante es convertir el trance en oportunidad para ir al verdadero origen: el proceso de nombramiento, y asegurar la no repetición de cuestionamientos y descalificaciones ulteriores a las y los integrantes del Pleno de nuestro tribunal constitucional, en perjuicio del prestigio y solidez indispensables frente a las y los justiciables.

En efecto, poco se atiende al conocimiento del modelo constitucional para la elección de las y los ministros integrantes del máximo tribunal nacional, salvo cuando llega el caso de cubrirse una vacante. Por cierto, menos riguroso comparado con el de otros países.

En las elecciones más recientes, la atención aumentó por haber correspondido al nuevo gobierno la presentación al Senado de la República de las ternas señaladas en el artículo 96 de la Constitución General, de donde se advertiría el perfil deseado por el Ejecutivo Federal para la conformación del Pleno de la Corte.

Relevante también la discusión en esas cuatro ocasiones por la conformación del Senado con mayoría parlamentaria afín al Presidente.

No obstante, fue el propio mandatario quien externó su equívoco en las candidaturas finalmente elegidas por la mayoría senatorial, de acuerdo –dijo-, al sentido de los votos emitidos en la reciente elección de la Ministra Presidenta.

El tema es la posible falencia de principio en el proceso electoral, directamente relativa a los antecedentes de la persona propuesta, inadvertida en ambos intervinientes: el Ejecutivo al integrar la propuesta, y el Senado al revisar el cumplimiento de los requisitos establecidos en la Constitución y elaborar el correspondiente dictamen de elegibilidad.

La realidad exhibe ausencia de rigor en el ejercicio de las respectivas facultades, más complicado con la carga política inherente al sistema de pesos y contrapesos característico de la división de poderes.

En esa dimensión conviene proponer, en clave federalista, la vuelta a la facultad de presentación de candidaturas por las legislaturas de los estados.

Volver a esa fórmula eliminada en 1928, supone una integración del máximo tribunal con profesionales provenientes de las entidades federativas, camino para representar en la guarda de la Constitución la pluralidad nacional.

Aquella vía sumaría más bondades: independencia judicial al limitar candidaturas externas al Poder Judicial Federal, sustentadas en cercanía y/o afinidad con el poder presidencial, y así evitar los desgastantes conflictos, y hasta el descrédito irracional de las personas propuestas, por ese elemento.

Además, abriría la posibilidad, hasta ahora cancelada por el peso del centro político del país, de incorporar las experiencias de judicatura, foro y academia locales a la impartición de la justicia constitucional en su más elevada instancia.