Enrique Rivas columna Vozquetinta

Reescribir la Historia

Ponerla de cabeza. Borrarle sucesos incómodos. Practicarle cirugía reconstructiva. Imponerle enfoques utópicos. Enjaretarle datos incomprobables. Obligarla a mentir. Ajustarla a modo… ¿A eso ha de concretarse el estudio y divulgación de la Historia como disciplina humanística? ¿De este modo conviene definir hoy el noble oficio de historiar? ¿Así debe entenderse la ética de quien se jacte de historiador, sea diletante, sea profesional?

No veo grandeza alguna en ello. Idealizar o condenar lo pretérito cuando se carece de argumentos sólidos y las pruebas brillan por su ausencia, nada tiene de científico y sí de distractor. Romper esquemas por la simple manía de romperlos o por tramposa conveniencia y, peor aún, hacerlo sin sustento, sin bases firmes, sin análisis fundamentados, sin rigor metodológico, es un acto más proclive a la incertidumbre que a la credibilidad y, por tanto, al convencimiento. O al menos yo no me convenzo. Como reza el refrán: “Tú cantarás como gallo, pero no me haces madrugar”.

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Además de acomodaticia, la tesis reduccionista de la Historia, aquella que todos los hechos los explica de forma maniqueísta, como blanco o negro, sin otros matices cromáticos, resulta una postura sumamente ideologizada. Puesto que no ofrece un panorama múltiple del acontecer histórico, bloquea a propósito el razonamiento o lo constriñe a un enfoque único. De paso, encarcela la visión crítica y polariza las opiniones: o se está por completo a favor de una obra panegírica o se está en contra total de ella. Así de mesiánico.

Desde luego, hacerle una autopsia al pasado nunca ha sido enchílame otra. El riesgo de patinar suele ser inevitable, con mayor razón cuando el asunto es resbaladizo y no existen pasamanos para afianzarse al transitarlo. Se requiere mucho colmillo para no perder la brújula en el trayecto y derivar conclusiones escritas sobre las rodillas o sacadas de la manga. Y después, una vez convertidas las falacias en mitos, ni cómo desarraigarlas.

¿Cabe llamarlo humanismo? ¿Vale justificarlo como manifestación de una corriente filosófica propia y exclusiva de México, enraizada nada más en nuestro perdido, quimérico paraíso terrenal prehispánico? ¿Qué hacer entonces con el mestizaje, en qué rincón ubicarlo, dónde escuchar sus voces, cómo calibrar hoy su vigencia?… Me cuesta trabajo comprender qué tan humanistas seríamos los mexicanos si negáramos el mosaico pluricultural que formamos desde la caída tenochtitleca hasta la época presente. Y porque no es prendiéndola con alfileres en un libro más politizado que con solidez académica como podríamos, en un caso extremo, deshacernos de la vieja interpretación histórica de nuestro país e inventar una nueva.

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