En un artículo reciente del escritor mexicano Guillermo Fadanelli, se plantea esta interrogante: “¿Son los insultos alguna forma aceptable de conversación o, al contrario, resultan ser el final del diálogo? No lo sé bien, tal vez intentan asumirse como una forma de comunicación que muestre la pasión o el espíritu de quien los expresa. Se comunican, aun sea a ladridos (¿es esto un insulto?) Y Esa forma de expresarse se extiende hoy en día hacia el infinito, en las redes, en pantanos virtuales en los que no se acostumbra el cara a cara, ni a expresar abiertamente los comentarios, ya que, si son insultos se exponen a recibir una respuesta violenta”.
Esto, me lleva a un artículo académico de Lucía Rodríguez-Noriega Guillén, de la Universidad de Oviedo, quien dice: “De acuerdo con la moderna pragmática lingüística, el insulto es un tipo de acto de habla descortés y, como tal, supone una violación intencionada de las reglas de cooperación (Grice 1975) y de la máxima de cortesía (Leech 1983) por las que se rige la comunicación humana. Se trata de un fenómeno complejo y variable, en cuya producción y recepción no solo intervienen aspectos lingüísticos (incluyendo los pragmáticos), sino también factores sociales y cognitivos. Ningún vocablo o expresión constituye de por sí un insulto, sino que se convierte en tal únicamente al ser empleado con una finalidad determinada y en un contexto cultural y comunicativo dados. En concreto, la intención del hablante al recurrir al insulto es siempre hostil: la de descalificar a alguien o algo como medio de agresión o defensa”.
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Para Catalina Fuentes Rodríguez y Ester Brenes Peña, “el concepto de insulto no ha sido bien delimitado en la bibliografía especializada. Encontramos posiciones diversas el respecto, unas más restrictivas que otras, aunque centradas en el aspecto sociopragmático. Todos los autores coinciden en el carácter inherentemente descortés de este acto de habla, dirigido a minar la imagen social del receptor apelado. Se analiza, pues, en sus efectos sociales e interactivos. Así, por ejemplo, en uno de los primeros trabajos sobre la cortesía verbal en español, el insulto es calificado como un acto de habla expresivo intrínsecamente descortés que denota “un estado psicológico negativo del hablante respecto al oyente” (Haverkate, 1994). En la misma línea, Colin Rodea llega a considerarlo como “un acto de violencia o [que] implica violencia” y “presenta el nivel de severidad más alto, el de la amenaza directa”.
Basados en el aparato de creencias, simbolismos y representaciones dadas por los hablantes, en un sentido estricto de la regla de uso común, podríamos definir dos líneas que pueden ser guías para discutir el tema. La primera de ellas planteada en la posibilidad de que todo podría ser interpretado como un insulto, dado que ello dependerá del aparato referencial y contextual de quienes intercambian conceptos en una conversación, es decir de todo lo que envuelve a lo lingüístico. Y el segundo, consignado en la idea del concepto, tal vez materializado en las unidades que representan las palabras, las cuales han estado clasificadas previamente, sancionadas socialmente y normalizadas por los hablantes para tal fin. Ahora bien, a la luz de esto: ¿Qué podría ser un insulto?
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