“What a drag it is getting old!”, berreaba Jagger mientras percutía la pandereta, apoyado por la guitarra de doce cuerdas de Jones, la lira acústica de Richards, el bajo reiterativo de Wyman y la bataca incesante de Watts. En 1966, cuando la escuché inicialmente en la radio, hice de Mother’s little helper una de mis rolas favoritas. Primero, por el ritmo; después, por la letra, sobre todo por su dramática frase de apertura, un verdadero determinismo existencial.
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Entonces aquello me parecía algo remoto, tal vez inaplicable a mi caso; hoy, además de entenderlo, lo vivo en carne propia. Admito que sueno absurdo, pero es lo malo de haber alcanzado la vejez en el cuerpo mientras las utopías de juventud siguen de necias en la mente. Ahora mis pasos son lentos, cansinos, temerosos de una caída, en oposición a mis andanzas mentales cada día más aceleradas. Para colmo, ya camino encorvado, encogido de hombros, a contracorriente de la erguida voluntad de mis ejercicios pensantes.
Cambiar el mundo, desde luego, pasó al anecdotario de mis ayeres juveniles, aunque su espejismo no deje de acosarme. ¿A quién, sino a mí, se le ocurre tener todavía esa quimera de vez en cuando, con mayor razón en tiempos de violencia y polarización como los actuales? ¿Aún sirve suponer que las vibras adolescentes de soñar en mundos mejores no fueron en vano, que finalmente sirvieron como herramientas de vida? ¿Conviene, en consecuencia, apagar de una vez por todas los rescoldos del fuego que encendió nuestra entelequia sesentera-setentera, aquella que la soberbia hizo creernos ser la generación más trascendente de la Historia?
Lo dicho por boca musical de los Stones: “What a drag it is getting old!”. Me fastidia aceptarlo. Me fastidia que cada día me cueste más trabajo ofrecer un muro de contención a tal cotidianidad. Me fastidia que la fatiga me saque groseramente la lengua cada vez que a mi imaginación le pican las ansias por resucitar satisfactores caminables. De ahí el leer, el escribir. De ahí el continuar entintando esta voz que se resiste al silencio, aunque sea dentro de un cuerpo envejecido… “¡Ay, niño tancho!”, solía decir mi consentidora abuela huasteca.
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