Preparen,… apunten,… ¡plagien!

Cierto día de cierto año, cierto conocido mío, integrante del consejo editorial de cierta universidad pública, me fue a ver con cierta carpeta de fotocopias, misma que depositó en mi escritorio. Era una tesis, no la suya, claro, sino la de cierto alumno recién titulado de cierta licenciatura; y esa cierta universidad iba a publicarla como libro, porque así lo habían pedido en el acta respectiva los sinodales del examen profesional donde se presentó. Sin embargo, le hacía falta otro dictamen técnico, sustentado por alguien externo a la institución; y quién más indicado para dárselo, dijo, que yo, estudioso del mismo tema. Justificó su invitación en que la tesis recogía valiosos testimonios personales del gran Salvador Flores Rivera.

A la semana que mi conocido regresó, lo recibí con esta seca, rotunda advertencia: “Ten cuidado, es un vil plagio”. Como prueba de ello le mostré un ejemplar de Relatos de mi barrio, obra escrita muchos años antes por el cronista musical de nuestra Ciudad de México. ¡La dichosa tesis era idéntica al libro de marras! El tesista sólo había puesto de su cosecha un prologuito donde, con el mayor descaro, aseguraba que todas esas vivencias se las platicó en exclusiva Chava Flores, que su única tarea había sido convencer al artista de narrarle tales memorias “inéditas”, y que eran trascripciones literales de las entrevistas grabadas que el propio Chava le concedía antes o después de sus presentaciones en público. Ni entre líneas insinuó el angelito cuál era su verdadera fuente de consulta (mejor dicho: de plagio).

Te recomendamos: Tapar la lengua con un dedo

Mi conocido y yo decidimos que él se llevara tanto la carpeta como el libro, expusiera el caso a su universidad, cotejaran allá ambos volúmenes y tomaran las medidas conducentes. Nunca supe qué pasó después. Sólo de tarde en tarde, cuando recordaba lo ocurrido, me daba por reír y pensar para mis adentros: «¡Oh, ironía! ¡Quién le iba a decir a ese estafador que su fusil caería en la lupa de un chavaflorólogo colmilludo como yo!».

No me lo contaron. Tampoco estoy inventando nada. Si me salto otros pelos y señales es porque los he olvidado (esto sucedió a fines de los ya remotos años ochenta) o porque no me interesa ahora señalar responsables (ni recuerdo el nombre del plagiario y el título de su tramposa tesis). Menos aún quiero arar en un terreno, el jurídico, que lejos estoy de conocer a fondo. Con haber defendido al buen Chava Flores y evidenciado hoy en mi columna tan burdo fraude, me conformo.

Puedes leer: Hidalgo,… cámara,… ¡acción!

Plagiar, tal cual define este verbo el diccionario de la matrona de la lengua, es “copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias”. Yo mejor dejaría la definición así de monda y lironda: “Copiar una obra ajena, dándola como propia”, porque siento que mete ruido aquello de en lo sustancial. ¿Dónde concluye lo sustancial y empieza lo insustancial? ¿Qué tanto es sustancial y qué tanto deja de serlo? ¿Puede entonces fusilarse lo insustancial para no enfrentarse a la ética de citar entrecomillado lo sustancial?

Cuestión de enfoques. O de conceptos interpretables a modo. O de contextos sociales. O de conflictos político-académicos donde el hecho se inserte y estalle. O de convenencieras mordazas a lo que se nos quiere pintar como inocente, intrascendente, insustancial pecadillo plagiario.