No por trillada deja de ser cierta la metáfora: los libros que uno escribe son hijos, con todas las alegrías, cargos de conciencia y aflicciones que eso implica. Superada la fase de sentirnos culecos cuando arrullamos los primeros ejemplares, siguen las motivadoras (aunque también riesgosas) etapas de enseñarles a vivir por cuenta propia y enviarlos a correr mundo, Uno ya los dotó de herramientas o armas de combate, dizque ya los educó. Si tienen alguna virtud, triunfarán, serán alguien en la vida, dejarán algo a sus herederos (con la pena, pero acabo de caer otra vez en frases de cajón); de lo contrario, nada más calentarán la banca de una muy merecida intrascendencia.
¿Y los libros no natos, los que llevan siglos sin parirse, ocupando el útero de un fólder o de un archivo de computadora, a la espera de mayor información que, según nosotros, es imprescindible antes de poner punto final a la obra y alumbrarla? ¿O los libros que nuestra manía perfeccionista por la escritura nos lleva a retardar su parto, so pretexto de una obsesiva, eterna revisión de estilo?
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¡Cómo se tambalea mi concepto de paternidad responsable cuando pienso en ellos! Porque confieso que he concebido muchos libros inconclusos (no me abochornen, por piedad, preguntándome cuántos) que rebasan sobremanera las 40 semanas de gestación. Porque me reclaman airados cada vez que vuelvo a aplicarles el ultrasonido. Porque los años no pasan de balde en mí (¡dale con las muletillas!), su ginecólogo de cabecera. «No es lo mismo Los tres mosqueteros que Veinte años después», pregona un ingenioso dicho mexicano.
¡A saber qué tan iluso soy al imaginar que concluiré todos y, peor, que algún día los veré impresos! Acaso ni siquiera merezcan ediciones póstumas, porque ninguna editorial se atrevería a publicar un trabajo salpicado de palabras, oraciones, párrafos, incluso cuartillas, en color rojo (así distingo en mi compu lo que me parece dudoso de contenido o lo que no he pulido en cuanto a redacción), si no es que apostillado con más de un “Ojo”, “Pendiente”, “Verificar”, “Precisar”, “Cotejar”, “Consultar en equis fuente” u otras advertencias similares y conexas de lo que Humberto Musacchio llamaba la república de los libros.
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Aquí sigo, mientras tanto. De necio («de tancho», solía decir mi abuela tampiqueña). A veces sin dormir bien, víctima de agruras mentales. Nada más regalándome una escapadita al Real, a la Sierra Alta o, cuando las circunstancias son propicias, a mi entrañable Huasteca, para distraerme durante algunas horas. Lástima que luego, estando ya en tales lugares, se me prende el foco, saco de la mochila una libreta de notas y vuelco en ella el texto aplazado que en casa no pude aterrizar. Ni así, ¡válgame Dios!, me salvo de esta deschavetada y gratificante vocación escribidora.
Que nadie se llame a sorpresa: el día menos pensado me plantaré a mitad del bosque más recóndito y solitario de la Comarca Minera para gemir, igualito a como lo hacía aquella legendaria fémina de la época novohispana, «¡Aaay, mis libros-hijos!».