En la segunda década del siglo XXI nos hemos dado cuenta de que como sociedad no sabíamos a dónde íbamos. El confinamiento nos hace replantearnos cuáles son nuestras verdaderas prioridades. Por su aparente facilidad, procesos tan normalizados como la educación nos muestran que son todo menos fáciles. Y es que la realidad es sólo el cumplimiento de un vaticinio: educar es un universo más complejo que la elección de una escuela, revisar las tareas o la reproducción sistemática de información.
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Hace diez años, Ken Robinson planteó un cambio de paradigmas, su tesis se fundaba en que todos los países del mundo estaban reformando a la educación pública por dos razones; la primera de ellas es la económica y corresponde a que la gente busca resolver cómo educamos a los niños para que encuentren su lugar en la economía del Siglo XXI. La segunda razón es cultural, cada nación trata de comprender de qué manera educamos a nuestros niños para transmitirles una identidad y de esa forma pasar nuestros genes culturales a la sociedad para ser parte del proceso de globalización. Ambas razones están distantes del concepto base sobre el que nuestra generación, la que ahora es económicamente activa, fue educada: “si vas a la escuela y consigues un título universitario conseguirás trabajo. Entre más preparado estás ganarás más dinero y ocuparás un mejor lugar en la sociedad”.
El problema, aunque no lo queramos admitir, es que el sistema educativo está diseñado y construido en una época distinta. Los procesos áulicos y la transmisión del conocimiento poco cambió de la ilustración del siglo XVIII y la Revolución Industrial al siglo XXI, la inteligencia artificial y la cuarta revolución industrial. La evolución genética de la educación pública no evolucionó, sino que asentó las diferencias entre académicos y no académicos. Inteligentes (los que estudian y tienen grados académicos) y no inteligentes (los que no consiguen un título a pesar de ser brillantes y tener capacidades y aptitudes). A esto debemos sumar que los niños y jóvenes de esta era están creciendo en el periodo de más estímulos audiovisuales de la historia de la humanidad. Además, por lo menos en los países de economías emergentes, como el nuestro, la infraestructura de telecomunicaciones limita el desarrollo educativo y la transmisión de conocimientos.
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Ahora bien, de fondo están todas estas cuestiones que teóricamente hacen de la educación un problema sumamente complejo y de la educación en casa una labor titánica y casi imposible. A ellas tenemos que agregar los distractores propios del ambiente, la neurosis del encierro y la falta de conocimientos pedagógicos de los integrantes del núcleo familiar. Ante estas adversidades, las únicas herramientas que se nos presentan para replantear las paradojas de la educación son: tiempo de calidad entre padres e hijos y potenciar el autoconocimiento. De lo planteado hace una década por Robinson a nuestra realidad, no queda más que observar que los objetivos finales de la educación han cambiado, pasando del poseer al trascender. O bien: ¿para qué aprendemos?