Enrique Rivas columna Vozquetinta

Para abrir boca…

…una frase directa. De preferencia, breve y recurriendo a vocablos de dos a cuatro sílabas, cinco como máximo, con el objetivo de que la sentencia guarde equilibrio hasta en lo visual. Que sea legible, pronunciable a las primeras de cambio. Que tenga melodía, armonía, ritmo, como si compusiera una canción. Que juegue con los sonidos propios y los derivados de cada una de sus palabras, con los dobles o triples significados que tengan, con las evocaciones que susciten. Una frase directa, y punto.

Así acostumbro abrir mis colaboraciones periodísticas. (También, dicho sea de paso, los cuentos, minirrelatos, crónicas, poemas u otro mester literario del que soy, a duras penas, un anacrónico juglar. Y el colmo: hasta cuando escribo una ponencia para leerla en algún congreso, la inicio de esta manera. Digo, se trata de atrapar la atención del lector-oyente, de impedirle bostezar, de inducirlo a que ponga su vista-oído en nosotros hasta ver-escuchar el punto final, ¿o no?).

Me resulta insoportable, en consecuencia, el columnismo de opinión que abusa de las introducciones kilométricas, llenas de antecedentes, justificaciones y choros acartonados, de esas entradas que tardan siglos (traducción: dos o tres párrafos) en llegar al meollo del asunto. ¿Por qué no a la inversa? ¿Por qué no comenzar de lleno con el tema y luego ingeniárselas para referir, casi sin que se perciban, tanto la historia reciente del hecho como el motivo de tratarlo ahora? Tal oficio, por desgracia, hoy se antoja casi obsoleto. La mayor parte del comentarismo actual ningunea las sanas lecciones de redacción que dieron, en sus respectivos tiempos, gigantes como José Alvarado, Manuel Buendía, Gabriel García Márquez, Ricardo Garibay, Miguel Ángel Granados Chapa, Vicente Leñero o Enrique Loubet, por citar, en estricto orden alfabético, sólo algunos.

(Abro otro paréntesis, a propósito de las entradas en textos literarios. Incluyo siempre entre mis autores favoritos a Óscar Wilde, mas no por ello dejo de admitir que me desespera el arranque de El retrato de Dorian Gray: ¡dedica más de tres páginas iniciales de la obra a referir, planta por planta, el jardín del estudio del pintor! Alguien me dirá que tanto detalle vendría a ser parte de la trama de la novela, por lo menos como atmósfera o contexto del romanticismo en que se ubica, pero me quedo con el privilegio de la duda… Y ahora, después de tan insolente confesión de mi parte, ya pueden ustedes prender la pira donde me quemen en leña verde por iconoclasta.)

Si otros tumbateclas (¡ah, ¡cómo me fascina esta golpeadora palabra proveniente de mis años mozos en el diarismo!) entran en pánico ante la hoja en blanco (hoy, ante la vacía pantalla de un archivo word en la compu), yo con el primer párrafo tengo más que suficiente para tomar al toro por los cuernos. Los demás me llegan por añadidura, aunque en el trayecto sufra mil trompicones y termine por dar la enésima enmienda al artículo cuando el reloj marca ya un minuto antes de las doce. ¿Quién me manda ser tan negrero con la pluma?


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