Jorge Luis Borges fue un racista, un sexista, un prepotente y un mafioso de la literatura, pero también, y eso es por lo que se le recuerda, fue un excelente cuentista y un gran poeta, quizá a manera de expiar sus culpas escribió: “He cometido el peor de los pecados/que un hombre puede cometer./ No he sido feliz./Que los glaciares del olvido/me arrastren y me pierdan, despiadados./ Mis padres me engendraron para el juego/ arriesgado y hermoso de la vida,/ para la tierra, el agua, el aire, el fuego./ Los defraudé. No fui feliz. Cumplida no fue su joven voluntad./Mi mente se aplicó a las simétricas porfías/del arte, que entreteje naderías./Me legaron valor. No fui valiente./ No me abandona. Siempre está a mi lado/ La sombra de haber sido un desdichado.”
Si un hombre que tuvo todo en su vida: fama (aunque tardía), fortuna (aunque no la suficiente para vivir en la opulencia de cuando era niño), viajes (que llegaron cuando estaba ciego y viejo), mujeres (aunque siempre las había despreciado), amigos (sobreviven de él los testimonios de Bioy y Silvina Ocampo), o podría mejor decirse, todo con lo que sueña mucha gente, sería casi impensable que no hubiera sido feliz. Pues este hombre, al igual que muchos otros, este bardo, que rodeado de libros no encontró la libertad de la palabra, también sufrió por no haber sido feliz, con algo tan insignificante y a la vez tan maravilloso como lo es la existencia.
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Y ahora que el sol de otoño nos perturba y que las horas del día parecen eternas me pregunto, por qué no nos detenemos un poco para asimilar lo que somos e intentamos, por un instante, darnos cuenta que tenemos todo: estamos vivos; y eso en estos tiempos de crisis humana es decir demasiado.
O tal vez no. Tal vez estamos muy ocupados conmiserándonos. Quizá sólo estemos pensando en aquel estudio que afirma que tomarse “selfies” es un trastorno mental y después combatimos nuestra idea con artículos como el de Vicente Verdú en donde dice que “el selfie o autorretrato a través del móvil es signo de la actual adoración a la individualidad, el culto al yo y pecados narcisistas por el estilo. Sin embargo, si el selfie es complaciente es sólo un gozo muy menudo, una instantánea. ¿Qué pensar sin embargo de los autorretratos que componen los pintores desde Durero a Picasso, desde Van Gogh a Frida Kahlo, desde Velázquez y Goya a Bacon? Un selfie es apenas una gota de amor a sí mismo en comparación con el océano que conlleva pintarse ante un espejo. Prácticamente todos los artistas son exhibicionistas. Prácticamente todos los artistas se aman incluso cuando se suicidan o precisamente por eso. El selfie es una broma pero un autorretrato de artista va completamente en serio. ¿Es un manifiesto? ¿Es una exaltación? ¿Es un epitafio? De todo hay y, en cada caso se trata de una declaración del yo multiplicado por dos. ¿Yo y yo con el espejo? Mucha gente no soportaría mirarse tanto tiempo y tan minuciosamente en esa lunática imagen de sí. Porque de hecho el autorretrato nace de redundar lo visto hasta hacer que rezume lo invisible. Es decir, dar arte a la parte que no se ve y hacer que la que se ve se aparte de lo inmediato. El selfie no se pregunta qué aspecto retratar. La máquina lo hace todo. El selfie no pretende impresionar sino tan solo impresionarse”.
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Aunque tal vez, este texto también esté cargado de filtros como una selfie en las redes, como la falsa honestidad del Borges poeta. O tal vez no. Quizá sólo sea que el clima nos presagia los días que vendrán y que en medio de ellos existe una posibilidad enorme de otros cambios, de otro tiempo.