En su inicio formal, la anunciada reforma electoral no va en un riel federalista. La conformación de la comisión presidencial decretada al efecto lo confirma: únicamente con integrantes del gobierno federal. Como si la república no estuviera conformada por entidades federativas, los estados y la Ciudad de México.
Ni de fingido se incluyó una representación de los gobiernos locales.
Nada de extraño hay en esa convocatoria. La ausencia de lo local es reiterada desde hace muchas grandes decisiones. El sistema federal está en la letra constitucional, si, pero únicamente ahí, ignorada por la arrogancia federal y la sumisión estatal.
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En esta, como en otras propuestas de trascendencia para los tres órdenes de la estructura orgánica del país, las voces regionales no pintan, ni siquiera para cubrir el formalismo constitucional. Al final del día se les endosará el cargo de lo decidido y serán responsables de materializarlo; también de padecer los costos sociales, políticos y económicos. Así el federalismo mexicano.
Por eso, por diseñar las transformaciones constitucionales en los cubículos donde se supone al territorio nacional tan plano como en el mapa, y firmada en escritorios sin el polvo de los pueblos más alejados; los resultados llegan al absurdo.
Va un ejemplo elemental: en la reforma electoral de 2007 se estableció un periodo de noventa días para las campañas de gobernador/a parejo en todos los estados, sin importar las extensiones ni condiciones de comunicación de los territorios de cada uno.
De tal suerte, mientras en Chihuahua candidatas/os podrán darle un apurado par de vueltas a sus municipios, en Tlaxcala pueden hacerlo holgadamente más de una docena.
Otro: originalmente la justicia electoral se diseñó de forma diferenciada en las entidades federativas, mediante salas especiales en los Tribunales Superiores de Justicia, tribunales administrativos con facultad jurisdiccional en la materia, otros con pertenecía al Poder Judicial local; los hubo de funcionamiento temporal y permanentes. Eran resultado de las condiciones políticas y, en muchos casos económicas, de cada estado.
Cuando vino la modificación de 2012, derivada del Pacto por México, la justicia electoral se separó del Poder Judicial, excepto la federal; fue la fractura generalizada del principio de unicidad en la impartición de justicia por un acuerdo partidario cupular.
Más agresivo para el sistema federal fue, en aquella reforma, haber trasladado la facultad de nombramiento de magistrados/as electorales y consejeras/os de los órganos electorales, de los congresos estatales al Senado de la República. Nos trataron como incapaces de resolver designaciones de impacto tan directo como esas, vitales para el desarrollo democrático estatal y municipal. Otra vez la visión homogeneizadora del país, desde la gran capital.
Ahora, lamentablemente no fue solo en la cúpula gubernamental donde faltó esa mirada federalista. En el posicionamiento desde el Instituto de Estudios para la Transición Democrática, un grupo de expertas/os, sin excepción con gran experiencia electoral, tampoco hay una preocupación por sumar, desde el principio del proceso, la opinión regional. Entre sus líneas no está la importancia de ello.
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Si, llaman a un amplio consenso, sin referencia precisa a la visión local, tímidamente la traslucen al proponer una nueva fórmula para integrar el Senado y fortalecer su desdibujada representación del Pacto Federal. La perspectiva resulta igualmente centralista.
Con independencia del motivo electoral, es hora de repensar nuestro sistema federal, llevado por las peculiares incongruencias del federalismo mexicano, a ser hoy una irrealidad.
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