Oda a Beethoven

Por enésima vez escucho, embobado, la sinfonía “Coral”, ahora para conmemorar el segundo centenario de su estreno en Viena el 7 de mayo de 1824. Agito las manos, como si yo mismo la dirigiera (iluso vicio que adquirí desde mis mocedades melómanas). Pido a los imaginarios músicos mayor o menor velocidad, intensidad anímica, sentimiento o brillo en determinados pasajes. Descubro cada vez juegos sonoros que no había advertido antes. Y siempre, a manera de rito, termino de oírla con la boca abierta de admiración hacia Ludwig van Beethoven.

Sólo a un genio como él pudo habérsele ocurrido una magna obra cuyas estrellas (un coro monumental, cuatro voces solistas) permanecen sentadas, diríase que como estatuas de marfil, durante tres largos movimientos, para finalmente protagonizar, de pie, la apoteosis del cuarto, esquema que rompió la hasta entonces rígida estructura de las sinfonías. Casi 20 minutos últimos de gloria suprema (culmen de los 80 que dura en promedio el concierto), compartida con el tutti de la orquesta. Y todo para entonar una oda de Friedrich von Schiller a la hija del Elíseo, a la alegría que propicia la hermandad.

¡Imposible no sentir que nuestra columna vertebral cosquillea y la piel se nos eriza en cada recreación (que no mera ejecución mecanizada) de la Novena, un banquete de gozosa lluvia que penetra en cada poro y nos humecta con su esperanza!

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Representa para mí la lucha de la sordera beethoveniana contra la sordidez de su tiempo (y del actual). Es la revolucionaria involución de nuestra propia sordera, al parejo de aquella otra ceguera que mostramos frente a la devastación, al odio, a la violencia, a la guerra fratricida. Igual que hace dos siglos. Como si apenas hubieran trascurrido dos minutos.

Su partitura original está inscrita desde 2001 en el Registro de la Memoria del Mundo, avalada por la Unesco. Se trata de una memoria vigente, que se reactiva con frecuencia, lo mismo en una sala de conciertos o un fonograma que en féisbuc, al alcance de un simple click. Y vaya que en redes sociales existe un abanico de versiones de ella, aunque la mayoría restringidas al cuarto movimiento. Según mi estado de ánimo, casi siempre en la santa paz con que busco culminar el día, entro a una u otra versión, incluyendo las de los flashmobs en plazas públicas y centros comerciales. Así ejercito la memoria de mi propio himno a la alegría de vivir.

“Siempre tuvieron gran influjo sobre mí esas litografías que muestran al pobre de Beethoven con cara de pocos amigos; yo no podía hacer menos”. Esto lo escribió otro genio, mi admirado Silvestre Revueltas, en ciertas notas autobiográficas. Lo entiendo bien, porque conozco su estilo irónico y juguetón del lenguaje. Mi concepción, sin embargo, va por otro sendero. Veo en aquel famoso retrato a un Beethoven introspectivo, más que gruñón, que se debate por musicar, desde la niebla interior de su carencia auditiva, los valores fraternos.

Huellas, sin duda, de su romanticismo, idéntico al que me hace vibrar cuando escucho el canto con que cierra la entrañable novena sinfonía: “O freunde, nicht diese Töne! Freude, schöner Göttterfunken” (‘¡Oh, amigos, dejemos esos tonos! ¡Alegría, hermoso destello de los dioses!’).