Un simple puntito con cedilla. Una especie de hoyo negro galáctico con su diminuto garfio abajo que le sirve de ancla para amacizarse al renglón. Corta, separa, divide las frases, con el sobado pretexto de hacerlas más entendibles. También, desde luego, corta, separa, divide las opiniones de quienes nos avocamos a escribir. ¿Procede aquí? ¿No conviene allá? ¿Aclara esto? ¿Oscurece aquello? ¿Precisa la idea? ¿Tergiversa el mensaje? ¿Sirve de descanso? ¿Provoca fatiga? ¿Facilita lo correcto? ¿Induce al traspié?…
¡Ah, caprichosa bicoca es la coma, matrona de los dilemas y quebraderos de cabeza! Un “ajolote ingobernable”, porque “se cuela a veces donde nadie lo llama” y es capaz de llevarnos a redactar “algo distinto de lo pensado si no se le somete”, como la definió el revisor de estilo y editor Roberto Zavala Ruiz en El libro y sus orillas (UNAM, 1995). Por ella, por su errática ausencia o su presencia equivocada, ¡cuántas experiencias ingratas hemos vivido al leer un texto, cuántas burlas y disgustos nos ha provocado, cuántas broncas hemos tenido con quien no supo retirarla o colocarla donde era preciso!
(Alí Chumacero declaró al reportero Jesús Alejo Santiago, cincuenta años después de haber sido en el Fondo de Cultura Económica el corrector de pruebas de Pedro Páramo: “El libro es totalmente de él. Se habló mucho de que yo había intervenido. Mentira. Absolutamente nada. Intervine al ponerle las comas, porque este bárbaro ponía las comas como quien le echa maíz a las gallinas. Juan [Rulfo] era un magnífico escritor, pero [decía]: «¿Coma? Pu’s coma.» Me encargué de toda la puntuación, pero era mi deber.”)
Las reglas no se inventaron para ella. Se las pasa por el arco del triunfo. Se introduce donde se le pega la regalada gana. Antes o después de cualquier sustantivo, cualquier adjetivo, cualquier pronombre. A la mitad o al término de una fecha, un listado, una cuenta. Carece de escrúpulos si hace mal tercio. Sabedora de su belleza e importancia, se da a desear cuando más falta hace. Y no contenta con la gramática, mete sus narices en otros campos con tal de justificar su sacratísimo nombre.
Está dicho con todas sus letras: además de ortográfico, la coma es un signo político. Bastante imperativo. Amenaza, ordena, impone. Tira línea. Se convierte en ley intocable, al fin venida de un altar; por tanto, de inspiración y hechura divina. Tal cual se remitió, para no caer en sacrilegio. No debe movérsele, so pena de terminar uno acusado de vendepatrias y quemado en leña verde o con uno de aquellos sopletes de gas sobrante que encandilan en las noches de los campos petroleros. Sin quitarle ni ponerle una coma.
Vaya, como quien le echa maíz a las gallinas.