Resuelta con datos preliminares la principal expectativa de la elección, el triunfo, y en tanto los ánimos se asientan para darle vuelta a la página y pasar a la siguiente, conviene una mínima revisión de la campaña. La evaluación formal y definitiva deberán hacerla las autoridades electorales. Seguramente los partidos harán las suyas, igual que analistas, medios y encuestadoras emitirán sus balances y calificarán el grado de asertividad en sus pronósticos.
Por sus antecedentes, condiciones y trascendencia, esta campaña tuvo la característica de inédita. Antes de iniciar despertó un interés que siempre fue en aumento. Si bien tuvo momentos de tensión, por demás normales en todos estos procesos electorales, hubo dos condiciones importantes: no sucedieron hechos de violencia que la empañaran, y se privilegió dirimir las controversias ante las autoridades competentes, administrativas y jurisdiccionales. Igual en aquellos casos donde los hechos encuadraban en el ámbito de lo penal.
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Ese aspecto es de gran valor: reiteró la solidez de las instituciones a partir de la confianza de los actores políticos y sociales. Tanto el Instituto Estatal Electoral como el Tribunal Electoral, ni la Fiscalía especializada en la materia, tuvieron descalificaciones que aboyaran su imagen y funcionamiento.
Hubo mesura en la propaganda, lo cual evitó una contaminación ambiental como visual, aunque se percibe la mayor producción en materiales plásticos de consecuentes efectos secundarios.
También cabe destacar la discreción que durante la campaña tuvo el gobernador Omar Fayad y su mensaje previo a la elección expresando el compromiso institucional de garantizar el desarrollo de la jornada electoral sin incidentes.
Negativos, desde luego los hubo: las expresiones más bajas y por ello menos inteligentes de la política, así como prácticas tan obvias por añejas, nutrieron la identificada como “guerra sucia”. Y el formato rígido, acartonado, casi timorato, de los debates, cuya sobre regulación les hace perder espontaneidad y emoción en quienes comparecen. No se trata de producir una función circense, si de generar un auténtico debate donde se aprecien discursos y reacciones.
Además de estas particularidades locales, es necesaria una mirada amplia a las reglas de la legislación general que rigen los procesos de esta naturaleza, cuyas disposiciones abusan mediante normas ajenas a la distinción de las diferencias regionales, por ejemplo, el periodo igual de sesenta días para las campañas, como si la extensión territorial de las entidades federativas fuera homogénea.
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Igual efecto tiene establecer una misma fecha para la elección en varias entidades. Quiérase o no, se produce una imbricación de situaciones e intereses que contamina a cada proceso y a todos en conjunto, lo cual se potencia si hay cercanía con la elección presidencial. Las campañas locales se vuelven surco fértil para librar batallas de actores e implicaciones nacionales.
Son dos de las notorias atrofias de nuestro sistema federal. La experiencia confirma la conveniencia de un calendario electoral y reglas propias de cada entidad federativa, congruentes con sus características territorial, cultural y económica, y su vocación histórico-política. Hay que insistir también en la revaloración de las autoridades electorales para devolver la facultad de su nombramiento a las instancias locales.
Queda la experiencia reciente para analizar. Conviene hacerlo con metodología para no acumularlo a lo anecdótico.