Algo tiene abril que me hace detestarlo. A trompicones dejé atrás la cuesta de enero, el loco febrero, el otro poco marzo; pero los retortijones de estómago no se me quitan al empezar abril, nomás de recordar las tres torturas que ocurren durante su treintena de jornadas. La primera tortura, apenas abriendo el periodo: el traumático cambio de horario, seguido de mi desequilibrada mudanza anímica y mi lento reajuste biológico. La segunda tortura, cerrando el mes: el calvario de presentar una engorrosa declaración de impuestos, por lo común a favor de la demandante Lolita y en contra de mi todavía no repuesto bolsillo. La tercera tortura —variable, porque pudo haber sucedido a fines del mes anterior—: la asfixiante, engentada, seudosanta semanita del domingo de ramos al de resurrección.
(A Dios gracias que ya están pasando a la historia los tiempos aquellos de mi niñez, cuando en las iglesias se cubrían totalmente los altares con cortinas moradas o las imágenes de santos con paños de igual tono. ¡Qué dogmáticos me parecían entonces tales escenarios eclesiásticos, usuales durante los cuarenta días que mediaban entre el miércoles de ceniza y la semana dizque mayor! ¡A qué estado tan deprimente me conducían! Huelga decir que hasta la fecha soy el enemigo número uno de tal color, y mi aversión hacia él va implícita en el apellido que suelo ponerle: morado cuaresma.)
Sigue leyendo: Ironías aeroportuarias
De ahí mi ceño fruncido en estas fechas, pese a la alegría de sentirme vivo por haber superado otro invierno. Lástima que la nueva luz primaveral, tan anhelada desde tres meses antes, no sea suficiente para equilibrar mi humor, como después sí lo hará la luminosidad del verano y, principalmente, la del otoño. Todo por el susodicho trío de torturas y, de paso, por mi preocupante sensación de que aún faltan varios meses para poder obtener dos o tres centavitos extras (en el mejor de los casos, esto ocurre a partir de junio o julio, siempre y cuando se concreten los proyectos que propuse al inicio de año o si me invitan a colaborar en otros programas que surjan sobre la marcha).
Quienes trabajamos en gran medida de forma independiente, con mayor razón en los campos de la cultura y el arte, tenemos un almanaque distinto de altibajos productivos y en consecuencia creativos. Depende, por supuesto, de nuestra experiencia, iniciativa, arrojo, carácter, incluso estilo de vida, pero también de la sociedad donde nos desenvolvemos; y nadie ignora que a las instituciones mexicanas de cultura poco o nada les interesa ejercer con auténtica vocación su papel de canal responsable de las oportunidades que la sociedad exige para la creatividad y el pensamiento. Estamos sujetos a los caprichosos avatares de la política, hoy tan alejada de las musas en todo México.
También recomendamos: “Del autor Fulano al lector Mengano”
Cavilaciones de esta índole me sacuden los doce meses del año, aunque de modo especial en abril. Abril de adaptaciones hormonales, suplicios burocráticos, muchedumbres semanasanteras. Abril de reticencias, resistencias, a veces resiliencias. Abril de ambigua, despaciosa, incómoda transición…
Como Dios me da a entender, logro superar siempre el mentado mesecito. Total, ¿qué son treinta mugres días abrileños ante la recompensa de haber sobrevivido hasta una nueva primavera?
Deja una respuesta