Los malos presionan; los buenos persisten. Los malos provocan; los buenos protestan. Los malos los pasan a cuchillo; los buenos se paran de pestañas. Los malos ponderan el peligro; los buenos se ponen las pilas. Los malos se piran; los buenos los persiguen. Los malos ponen pies en polvorosa; los buenos les pisan los talones. Los malos ponen una pausa a su prisa, piensan en el porvenir, sacan las de san Pedro; los buenos, paladeando por esta noche su poderío recuperado, no persiguen más a los perdedores. La partida de los malos ya es perentoria; la pureza de los buenos pasará a ser profecía y parangón de un paraíso prehispánico.
De telenovela, pues. Su protagonista, Victoria Pírrica, sale por fin del engaño en que ha vivido desde siempre. El nuevo argumento la reivindica, la renombra triunfante sobre los odiados metiches, le borra de un plumazo el estigma de aquella tristeza lacrimosa que le impusieron los gananciosos venidos de allende el mar. ¡Adiós, leyenda negra, asentada no en cualquier arbolillo invasor trasplantado a México, sino en un rechoncho ahuehuete, un “viejo del agua”, tan impoluta y cristalina su agua como la del edénico Tlalocan!
(Quienes la hicieron de argumentistas han de haberse quemado el seso para darle consistencia a esta nueva tragicomedia telenovelera. ¿Cómo tratar a los demás pueblos considerados hoy mesoamericanos, sin cuya intervención logística y guerrera poco podrían haber hecho los europeos contra los mexicas? ¿Qué papel políticamente correcto asignarles? ¿Dónde situarlos en la balanza de la Historia? ¿O les habrá zumbado en los oídos, por mera asociación de ideas, La culpa es de los tlaxcaltecas, título puesto por Elena Garro a uno de sus cuentos?… ¡Averígüelo Xicohténcatl el Mozo en su señorío!)
Es un árbol icónico, sin duda, a la sombra de una anécdota imposible de documentar y de lectura imprecisa o ajustada a conveniencia. Lo mencionan, ya como símbolo nacionalista, igualándolo casi al águila, la serpiente y el nopal, algunos viajeros extranjeros y escritores costumbristas del siglo XIX (“invariable monumento en la evolución de la humanidad”, por citar sólo a uno de ellos, Manuel Rivera Cambas). Víctima de por lo menos dos incendios. Meca de romerías, ofrendas de copal, tocotines, cantos, danzas emplumadas al compás de un teponaztle. Árbol siempre asociado a la nomenclatura de Popotla bajo un nombre ancestral, nocturno y triste, sí, como jueves santo en un monte de los olivos, pero a fin de cuentas un nombre inocuo. Ya no lo tiene. Le cambiaron el morralito por una victoriosa bolsa de broche.
Dicen los noctámbulos que se atreven a caminar en la madrugada por esos rumbos que, mientras desfilan en la pantalla los créditos políticos al final de la telenovela, parece brotar del árbol un rosario de lamentos, semejantes a los de la legendaria Llorona:
—¡Aaay, mis raíces encarceladas entre el asfalto! ¡Aaay, mi rugoso tronco reseco! ¡Aaay, la apelmazada savia discursiva que ahora fluye por mi interior! ¡Aaay, mis ramas negruzcas por culpa de traumáticas tatemas! ¡Aaay, la añoranza que me produce el verdor de mi follaje en remotos ayeres! ¡Aaay, mis hijos reinventores!
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