No son cualquier baba de perico 50 millones de hispanohablantes en Estados Unidos. Pese a ello, la página web de la Casa Blanca los ninguneó durante el pasado cuatrienio al eliminar el castellano en sus mensajes oficiales. Los miraba, pero no los oía ni les dirigía la palabra. Si querían adentrarse o medio entender el intríngulis de la politiquería yanqui debían ser muy duchos en la jerigonza del inglés, ni siquiera, ya de perdida, en el spanglish, tan inevitable junto a una frontera común superior a los tres mil kilómetros ¡Quién les mandaba vivir de arrimados (tal vez el menos patán, desde el punto de vista mexicano, de los rupestres calificativos endilgados por Trump al paisanaje nativo o migrante) en una nación anglosajona!
A partir del 20 de enero, el idioma cervantino ha vuelto a jugar el papel de actor (aunque sea el de actor de reparto) en las comunicaciones electrónicas generadas desde Washington. El español hablado como arma de combate por César Chávez, el escrito por Sandra Cisneros, el investigado por Américo Paredes, el dirigido por Luis Valdez, el cantado por Lalo Guerrero, ‘Flaco’ Jiménez, Los Lobos, Selena, José Feliciano, Celia Cruz, Tito Puente y tantos otros, de nuevo tiene vela en el entierro político de nuestros vecinos del piso de arriba. Faltaba más.
¿Por qué galaxia vagaría el pragmatismo monetario del Coloso del Norte sin tal aporte sustancial? ¿En qué sótano o buhardilla escondería la cabeza para vociferar que lo suyo es la desvergüenza por tener también raíces latinas, apropiadas, ni duda cabe, a sangre y fuego? ¿Su único sostén será de aquí a la eternidad el Manifest Destiny, el In God We Trust, el America for Americans?… A muchas lecturas distintas se presta la nueva (mejor; la reconsiderada) medida del más reciente inquilino del edificio situado en la Pennsylvania Avenue, Cada quien tome la suya y haga de ella un papalote.
Ningún muro, pagado por quién sea, detendrá jamás el flujo y reflujo persistente de una lengua, con mayor razón si ésta es tan rica, expresiva y propagada como la de nosotros. Una lengua que allá, del otro lado de una barrera inconclusa hecha con pilotes y alambres de púas, como si fueran jaulas de un zoológico donde la fauna silvestre carece de movilidad, se enriquece cada día con los pensamientos y diálogos de todos cuantos piensan y dialogan en la bella herencia idiomática de Castilla (más el plus de sus numerosos vocablos de origen amerindio y africano).
Lo quieran o no, el español forma parte ineludible de la historia de los estadunidenses y, en ciertas regiones o ciudades, de su cotidianidad. Es la versión lingüística de nuestra legendaria venganza de Moctezuma. O en una de ésas, hasta de nuestro caballo de Troya.
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