El 17 de noviembre de 2019 el gobierno de China anunció que en la provincia de Hubei, en Wuhan, un hombre de 55 años presentaba el cuadro de una enfermedad extraña. Oficialmente fue el primer caso de coronavirus en el mundo.
Poco, o casi nada se comentó entonces del suceso.
Pasaron algo más de tres meses para que el padecimiento se extendiera.
El próximo febrero, día 28, se cumplirá un año que en México apareció el primer paciente. Hugo López-Gatell Ramírez, subsecretario de Prevención de la Salud, lo mencionó entonces en la conferencia mañanera y confirmó la especie.
Dijo que se trataba de un hombre de 28 años que había dado positivo a una prueba. “Tiene una enfermedad leve”, refirió.
Contó que era joven y que había viajado a Bérgamo, Italia, en donde ya había aparecido el Covid-19 y que al regresar se había sentido mal. Se le mantuvo aislado, al igual que a familiares. Finalmente fue dado de alta porque su condición no era grave.
A los pocos días hubo otro sospechoso, quien también había ido a Bérgamo.
No hubo actitudes emergentes, ni preocupaciones advertibles.
Después el coronavirus se esparció hasta convertirse en urgencia sanitaria que hoy es un azote.
Inimaginable por esos días, primeros meses, lo que a poco iba a ocurrir, creciendo en miles el número de víctimas mortales, y más allá los contagiados.
Aprendimos la importancia de emplear cubrebocas, mantener sanas distancias y permanecer en el hogar.
Se vislumbraban acelerados pasos de científicos para encontrar vacunas, que al fin fueron realidad y que hoy ya se aplican, no tan masivamente como se deseara.
Y en ese marco, necesariamente, según colores de un semáforo de riesgo, se aplicaron medidas de prevención que, a lo mejor no en su cabalidad, llevamos a la práctica.
Hoy, en este enero del nuevo 2021, en nuestro país permanece la presencia del mal y, en consecuencia, pese disposiciones necesarias, ha afectado la vida productiva de millones de mexicanos.
Comercios cerrados, empleos perdidos, ingresos que se han adelgazado, hasta llegar a las angustias, establecimientos normados en horarios con solo disposición de artículos indispensables para la subsistencia.
De acuerdo con algunas versiones, las celebraciones navideñas fueron detonadoras del último oleaje de afectados.
Las explicaciones aluden a un extendido tedio en los hogares por el confinamiento previsorio. Relaciones personales que se fueron degradando hasta llegar a la impaciencia. Desde luego, no en todas las comunidades familiares.
Entonces, 24 y 31 de diciembre, pese al desafío de poner en vilo la salud de los cercanos, se abrieron las ventanas de los jubilosos, añorando tradiciones y acercamientos.
Noches y madrugadas del “qué bueno, nos volvemos a encontrar” se abrieron generosas los dos días.
Y al principio, en recatadas alegrías y distantes en torno a unas mesas provistas de los habituales platillos, en el paso del imparable tiempo se fueron debilitando los espacios y se dieron las aproximaciones entre convidados y anfitriones.
¿A quiénes juzgar, a quiénes culpar? La prueba de los silencios domésticos se agotó en sus posibilidades. Humanamente, no medicamente, se explican entre una sutil condena y una forma de conducta muy humana incentivada por los añejos afectos.
En el corolario, hoy es casi unánime la disposición a aceptar y sujetarse a formas de prevención, porque este diabólico coronavirus todavía permanece, y quizá todo el año, como amenaza fatal para todos nosotros.
Tiempo pues de tomar en conciencia las riendas de nuestras propias existencias.
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