Lo fácil sería no hacerles caso, tirarlos a lucas, ningunearlos (¡bendito verbo inventado en México y aplaudido por la Academia de la Lengua: ningunear!). Pasarnos por el arco del triunfo su pobreza de lenguaje, sus crímenes a la sintaxis, sus mentadas de madre a la puntuación, sus tehuacanazos a la ortografía. Que toda esa tortura no manche nuestro plumaje cuando cruzamos el pantano, que se nos resbale, que nos haga lo que el viento al Benemérito. Y a otra cosa, mariposa.
Me declaro, sin embargo, un reverendo inútil cuando quiero tomar dicha actitud. Por masoquismo, seguramente, pero derramo bilis cada vez que topo con textos así, redactados con las patas. Los considero una agresión, una injuria, una soberana rechifla que no creo merecerme como lector común y bastante corriente, ya no digamos como el devoto feligrés en que la vida me ha convertido dentro de la Santa Madre Iglesia de la Comunicación. No soporto tales ultrajes a la lengua, por más “normalizado” que esté ahora su estilo cavernícola y valemadrista de… ¿escribir?
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Hablo de cualquier tipo de textos, sin excepción. Por igual los de habladurías subidas a páginas yutuberas o al guatsap (incluyendo las respuestas viscerales enviadas por quienes leyeron el chisme), que las meras notas periodísticas e incluso, en ciertos casos, las columnas de opinión. ¿Dónde queda la más elemental gramática, la lógica expresiva más rudimentaria, en el primer caso? ¿Dónde, aquello que solemos llamar oficio, la vocación hacia el manejo certero de la palabra, el uso profesional, lo más experto posible, de nuestra herramienta de trabajo, en el segundo? ¿Dónde, la responsabilidad o, ¡gulp!, la ética, en ambos?
Puedo divergir totalmente de lo expuesto por alguien en un escrito, pero admirarlo si lo hizo con propiedad semántica y aun vitorearlo si lo condimentó con un toque de arte. ¿Es mucho pedir, como si la persona escribiente fuese un artífice de joyas literarias? Dejémoslo entonces en algo más sencillo: que tenga, al menos, claridad, que relacione bien una idea con la siguiente, que entendamos sin ambigüedades su mensaje.
Convendría retomar aquella irónica propuesta hecha a principios del siglo XX por Amado Nervo, planteada no en algún poemario suyo sino en una colaboración periodística de 1895: “Un impuesto sobre las faltas de ortografía enriquecería al erario. ¡Y saben ustedes lo que lo dejaría repleto en un mes? Un impuesto sobre las faltas de ortografía… en las cartas amorosas.” Yo, por mi parte, añadiría a su iniciativa otro considerando, más a tono con nuestros tiempos: imponer una contribución a la horrográfica palabrería de las redes sociales. ¡Cuánto dinero entraría entonces a las arcas públicas!
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