Leer me da trabajo…

…mucho, mucho trabajo. De eso vivo: de leer. También de escribir. Y de hablar. No sólo por impulso genético: leo, escribo, hablo, porque son el sustento material de mi andanza por este mundo. Las tres actividades me dan la chuleta, el pipirín, el ganarás-el-pan-con-el-sudor-de-tu-frente (y el de tus-ojos-lectores, tus-manos-tecleadoras, tu-voz-microfoneada). Conmigo no cuadra aquella concepción del trabajo como condena bíblica, impuesta por Yavé a unos desobedientes Adán y Eva. Todo lo contrario: mi vocación lecto-escribi-habladora me hace morder con fruición y gozo cotidiano el fruto prohibido del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. ¡Ay, paradisiaca pero pecaminosa profesión pongo de pretexto para ganarme la papa!

Lástima de lo mal remunerada. Lástima de la pichicatería o mezquindad con que se le compensa. Lástima de los mil y un requisitos burocráticos que se exigen para practicarla. Lástima de la incomprensión y aun la marginalidad a que la han orillado los poderes públicos y privados. Lástima de lo peligroso que hoy se ha vuelto su ejercicio.

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Si la tríada leer-escribir-hablar es una chamba, tan digna como cualquiera, difiere de las demás en lo contraproducente que resulta encasillarla a un horario de trabajo (su enemigo acérrimo es el reloj checador). Otra medida en su contra es la lectura-escritura-charla en torno a temas que los superiores jerárquicos ordenan, a sabiendas de que no son santos de nuestra devoción (ni los temas ni los mandamases). Y no se digan las ominosas cargas de trabajo con que los verdugos administrativos dizque justifican el presupuesto asignado a tales empleos (debes cubrir equis número de páginas leídas; de cuartillas escritas, aunque las rellenes con paja; de minutos u horas verborreicas ante un micrófono, un alumnado cautivo en las aulas, un público bostezante en las conferencias).

No me atrevo a calificar de apostolado mi triple actividad; y si lo es, los orates como yo estamos muy lejos de compararnos con los Juanes, Lucas o Pablos del Nuevo Testamento. Ni duda cabe, sin embargo, que tenemos mucho de faquires. Cada letra, cada palabra, cada frase, cada párrafo, cada foja, cada capítulo, cada idea, cada opinión, cada pensamiento sobre el cual fijamos la vista, redactamos textos o disertamos como pericos, equivale a una púa de la tabla-camilla que nosotros mismos nos encaprichamos día a día en labrar. Pese a que ustedes no están para saberlo, yo sí estoy para decirles lo incómodo que es dormir en ella.

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De esas y varias mortificaciones laborales más quisiera protestar un día como hoy, a propósito de la sacrosanta libertad del trabajo independiente o sin ataduras al escritorio de una oficina que nos hace el gran favor de pagarnos con limosnas. Salir, tomar la calle, alzar la frente, empuñar pancartas, gritar consignas, mentárselas a los usureros y mercachifles de la cultura. Mucho me temo, sin embargo, que predicaría en el desierto, que mi quejumbre a nadie conmovería, que al término de mi protestosa jornada me habría convertido en un simple personaje de memes. Por eso me declaro anacoreta, no apóstol.
Leer, escribir, hablar, son cosas que me dan trabajo, mucho trabajo. Pero bastaría con ello, con que sigan proporcionándome el alimento básico a mi hambre ancestral de vivir, para estarles agradecido (y de paso, haberles dedicado esta trabajosa Vozquetinta del primero de mayo de 2022).


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