El castellano es mi lengua materna (igual paterna, qué caray; ¿acaso mi padre dialogaba conmigo en otro idioma?, ¿acaso esa ambigüedad semántica llamada equidad de género sólo debe extenderse a lo femenino y desdeñarse en caso contrario?). Para ser más preciso: no la lengua castellana en abstracto sino la mexicana en concreto; la diversa, creativa, sonora, polivalente, juguetona castilla hablada en mi entrañable México multicultural.
Como no puedo sostener una conversación en náhuatl (aunque sepa bastante de sus etimologías), menos en otomí, maya, zapoteco, ténec, etc., el lenguaje me excluye de los ahora bautizados con el aséptico nombre de pueblos originarios. No nací en ninguno de ellos; no soy, en consecuencia, originario. ¿Qué soy entonces? ¿Advenedizo, fuereño, exótico, extranjero (por tanto, invasor) en mi propia patria?
A quienes presumen de progres, de seres pensantes y comprometidos, se les llena la boca con tan original (es un decir) calificativo. Nada de pueblos, o culturas, o lenguas, o territorios, o personas indígenas, ni, peor tantito, indios(as). O-ri-gi-na-rios(as), si me hacen el antropológico favor, o los balconeo como fifís en los patíbulos internéticos.
¡Ay, moda de lo políticamente ultracorrecto: cuántos absurdos lingüísticos cometes!
Al susodicho agréguese otro término en boga, caballito de batalla en cualquier tesis, artículo indexado, ponencia o conferencia magistral sobre etnografía, musicología, historia, similares y conexas: cosmovisión (“calco del alemán Weltanschauung [= mirar al mundo]”, según el tumbaburros). ¡Qué totalizante suena, porque en él caben todos los inframundos y supramundos concebidos desde las errantes tribus cazadoras-recolectoras hasta nuestros días! ¡Qué profundo, qué trascendente, qué científico, qué… originario!
Lo indígena se trastocó en lo originario. El pensamiento, la creencia, la mirada acerca del entorno, pasó a ser la cosmovisión. ¿Ganamos con aquel dizque eufemismo? ¿Con el otro concepto neologista, aplicado casi siempre de forma indebida o a la trompa talega?… Algo, sí. Con el primero, un ego diferenciador frente a los incultos. Con el segundo, un prestigio académico ante los colegas. Con ambos, una confortable pose (“postura poco natural, y, por extensión, afectación en la manera de hablar y comportarse”).
El genial Chava Flores lo ironizó así en un verso de su chotís No es justu, compuesto en 1958: “Las verduleras hoy se llaman verduristas.”
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